Sobre el Paraíso
San Juan María Vianney - el Santo Cura de Ars - es recordado por la firme piedad y amor a la Iglesia con la que convirtió a todo un pueblo que hasta entonces llevaba una muy mala vida. Este discurso es el motor que para él mismo y sus contemporáneos sería motor de cambio y perfeccionamiento en la vida espiritual...
"Benditos, Oh Señor, aquellos que moran en Tu morada, ellos Te alabarán por siempre jamás"
¡Morar en el hogar del buen Dios, y disfrutar de Su Presencia, ser feliz con la felicidad de Su bondad, oh, eso sí que es felicidad, hijos míos! ¿Quién puede comprender la alegría y consolación que están disfrutando los santos en el Paraíso? San Pablo, que fue elevado al tercer cielo, nos cuenta que hay cosas allí que no nos puede revelar, y que no comprenderíamos... en efecto, hijos míos, jamás podremos formarnos una cabal idea sobre el Cielo hasta que lleguemos allí. Es un secreto oculto, una plenitud de secretas dulzuras, una alegría plena que puede experimentarse pero nuestra pobre lengua se ve imposibilitada a explicar. ¿Qué puede imaginarse como algo mayor que eso? El buen Dios mismo será nuestra recompensa: "Ego merces tua magna nimis". Yo soy tu recompensa, sobradamente mayor. ¡Oh, Dios! la felicidad que nos prometiste es tal que los ojos humanos no pueden verla, sus oídos no pueden escucharla, ni concebirla su corazón.
Sí, hijos, la felicidad del Cielo es incomprensible, es aquello con lo que Dios desea premiarnos. Dios, que es admirable en todas sus obras, lo será también cuando recompense al buen cristiano, cuya mayor felicidad consiste en obtener el Cielo. Tal posesión contiene toda bondad y excluye todo mal, el pecado está completamente lejos del Cielo, y todo dolor, toda miseria que son en realidad su consecuencia, quedan allí desterrados. ¡No más muerte! El buen Dios será en nosotros el Principio de la vida eterna. No más enfermedad, no más tristeza, no más penas ni dolor. Los afligidos, ¡regocíjense! Sus miedos y su llanto no irán más allá de la tumba... El buen Dios mismo enjugará vuestras lágrimas. ¡Regocíjense todos aquellos a quienes el mundo persigue y abruma! Pues sus penas pronto se disiparán, y por un momento de tribulación se les dará toda la gloria celestial. Regocíjense, ya que poseen todo lo bueno en la fuente única de toda bondad, el buen Dios mismo.
¿Puede alguien no ser feliz cuando lo tiene a Dios mismo, la felicidad y la bondad de Dios mismo, cuando ve a Dios como se ve a sí mismo?
Como dice San Pablo, hijos míos, ustedes verán a Dios cara a cara, porque ya no habrá velo o impedimento entre El y nosotros. Lo tendremos sin dificultad, y ya sin temor de perderlo. Lo amaremos ininterrumpidamente con un amor indiviso, porque El solamente ocupará íntegramente nuestro corazón. Lo amaremos incansablemente, descubriendo en El siempre nuevas perfecciones, penetrando en Su inmenso abismo de sabiduría, bondad, misericordia, justicia, grandeza y santidad, hasta sumergirnos en ello con dulce ansia.
Si un consuelo interior, si una gracia de Dios nos da tanto placer en este mundo, y ello disminuye nuestros problemas y nos ayuda a soportar nuestras cruces, así como los mártires tuvieron que soportar sus tormentos, ¿cómo será la felicidad del Cielo, donde tanta consolación y deleites son dados, no gota a gota, sino a torrentes?
Imaginémonos nosotros mismos, hijos míos, viviendo un eterno día siempre nuevo, siempre sereno, calmo, en la más deliciosa y perfecta sociedad. Qué alegría, qué felicidad, si pudiéramos tener sobre la tierra aunque sea unos pocos minutos a los ángeles, a la Santísima Virgen, al celestial Jesucristo a Quien siempre veremos... Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo frente a nosotros... Y no ya sólo a través de la fe, sino a plena luz del día, ¡en toda Su Majestad! ¡Qué felicidad ver así al buen Dios!
Los ángeles han estado contemplándolo desde el comienzo de la Creación y aún no están saciados, más bien sería una desdicha para ellos verse privados de El un solo instante. Jamás puede cansarnos la posesión del Cielo, poseer a Dios, el autor de todas las perfecciones. Al contrario, cuanto más lo poseemos más lo disfrutamos, más lo conocemos, mayor atracción y encanto descubrimos. Siempre lo veremos y más desearemos verlo, y gustar el placer de disfrutarlo, que jamás puede saciarse. Los benditos que están en la Divina Inmensidad, revelarán las delicias que les rodea y los embriaga. Tal es la felicidad a la cual el buen Dios nos destina.
Y todos podemos adquirir esta felicidad. Dios quiere la salvación del mundo entero. El nos ha ameritado el Cielo mediante Su muerte y el derramamiento de Su Sangre, lo que hace factible decir: "Jesucristo murió por mí, abrió el Cielo para mí, es mi herencia... Jesús me ha preparado un lugar, y sólo de mí depende llegar a ocuparlo. Vado vobis parare locum. Voy a preparar un lugar para ti. El buen Dios nos ha dado fe, y con esta virtud podemos obtener la vida eterna. Porque, aún cuando el buen Dios quiere la salvación para todos los hombres, la quiere particularmente para los cristianos que creen en Él: Qui credit, habeat vitam aeternam. El que crea, tendrá la vida eterna. Agradezcamos entonces, hijos míos, al buen Dios, regocijémonos, nuestro nombre está escrito en el Cielo, como los de los Apóstoles. Sí, están escritos en el libro de la Vida, y si así lo elegimos, estará allí por siempre, ya que tenemos los medios para alcanzar el Cielo.
La felicidad celestial, hijos míos, es fácil de adquirir, ¡el buen Dios nos ha provisto de tantos medios para hacerlo! Miren, no hay una sola criatura que no posea los medios para obtener a Dios, y si alguno de ellos se vuelve un obstáculo, es solo por nuestro abuso de ellos. Los bienes y las miserias en esta vida, aún los castigos, fueron puestos por Dios para castigar nuestras infidelidades y servir así a nuestra salvación.
El buen Dios, como dice San Pablo, hace que todas las cosas se tornen en bien, aún nuestras mismas faltas pueden sernos útiles, aun los malos ejemplos y las tentaciones. Lot fue salvado en medio de los idólatras. Todos los santos han sido tentados. Estas cosas están en las manos de Dios, y hay asistencia para alcanzar el Cielo, podemos recurrir a los Sacramentos, una fuente de toda bondad que nunca falla, una fuente de gracia provista por Dios mismo. Era fácil para los discípulos de Jesús la salvación, ya que tenían al Salvador Divino constantemente con ellos. ¿Es más difícil para nosotros asegurar la salvación nuestra, teniéndolo siempre con nosotros? Ellos tuvieron la felicidad de obtener lo que deseaban, lo que eligieran, ¿nosotros no?
Sí, porque poseemos a Jesús en la Eucaristía, Él está continuamente con nosotros, listo para otorgarnos lo que le pidamos, esperando sólo que lo hagamos. Si un hombre codicioso dispusiera de amplios medios para enriquecerse, ¿dudaría en hacerlo? ¿permitiría que se le escapara la oportunidad? ¿es que nosotros hacemos todo por este mundo y nada por el otro?
¡Qué labor, qué problema, qué cuidados y penurias sólo para juntar una pequeña fortuna! ¿De qué nos sirven todos esos bienes perecederos? Salomón, el más grande, rico y afortunado de los reyes, dijo desde lo alto de su más brillante fortuna: "He visto todas las cosas que han sido hechas bajo el sol, cuidado, todo es vanidad y vejación para el espíritu". Ésos son los bienes por los que trabajamos tanto, en vez de preocuparnos por los bienes celestiales. ¡Es vergonzoso que no nos ocupemos en adquirirlos y descuidemos los numerosos medios disponibles para alcanzarlos! Si la higuera fuera echada al fuego por no haber prodigado frutos por falta de cuidado... Si un siervo inútil fuera reprobado por haber escondido el talento recibido, ¿qué destino nos aguarda a quienes tan frecuentemente desaprovechamos las ayudas que podríamos utilizar para ir al Cielo, y las gracias que Dios nos ha dado? Apresurémonos entonces a reparar esas faltas del pasado y a procurar adquirir los méritos que nos hagan dignos de la Vida Eterna.
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