San Miguel Arcángel pesando las almas en el Juicio Final

jueves, 5 de marzo de 2015

Qué dice el Catecismo sobre los Novísimos


         El Catecismo nos enseña que después de la muerte, comienza la vida eterna, es decir, la vida que no tiene fin, la vida que “comienza inmediatamente después de la muerte”. Inmediatamente luego de la muerte, tiene lugar el juicio particular, en donde se decide el destino final definitivo, según las obras personales de cada uno: cielo (purgatorio, como antesala del cielo) o infierno. Dice así el Número         207 del Compendio del Catecismo: “¿Qué es la vida eterna? (1020; 1051) La vida eterna es la que comienza inmediatamente después de la muerte. Esta vida no tendrá fin; será precedida para cada uno por un juicio particular por parte de Cristo, juez de vivos y muertos, y será ratificada en el juicio final”.
         El Catecismo enseña que habrá un juicio particular, en el cual se dará, de modo “inmediato”, la retribución por las obras, buenas o malas, que hayamos hecho en esta vida, y la retribución consistirá en el acceso al cielo o en la condenación en el infierno. Dice así el Número 208: “¿Qué es el juicio particular? (1021-1022; 1051) Es el juicio de retribución inmediata, que, en el momento de la muerte, cada uno recibe de Dios en su alma inmortal, en relación con su fe y sus obras. Esta retribución consiste en el acceso a la felicidad del cielo, inmediatamente o después de una adecuada purificación, o bien de la condenación eterna al infierno”.
Los que mueran sin necesidad de purificación, es decir, los que mueran con amor puro a Dios en el corazón, verán inmediatamente a Dios, y comenzarán a gozar de su visión apenas dejen esta vida, y eso es lo que se entiende por “cielo”. En el Número 209 se dice: “¿Qué se entiende por cielo? (1023-1026; 1053) Por cielo se entiende el estado de felicidad suprema y definitiva. Todos aquellos que mueren en gracia de Dios y no tienen necesidad de posterior purificación, son reunidos en torno a Jesús, a María, a los ángeles y a los santos, formando así la Iglesia del cielo, donde ven a Dios “cara a cara” (1 Co 13, 12), viven en comunión de amor con la Santísima Trinidad e interceden por nosotros. “La vida subsistente y verdadera es el Padre que, por el Hijo y en el Espíritu Santo, derrama sobre todos sin excepción los dones celestiales. Gracias a su misericordia, nosotros también, hombres, hemos recibido la promesa indefectible de la vida eterna” (San Cirilo de Jerusalén)”.
Los que necesiten purificación, es decir, los que no mueran en pecado mortal, pero sí necesitados de purificación, deberán pasar por el Purgatorio, para purificar su amor por Dios. En el Número 210 se dice: “¿Qué es el purgatorio? (1030-1031; 1054) El purgatorio es el estado de los que mueren en amistad con Dios pero, aunque están seguros de su salvación eterna, necesitan aún de purificación para entrar en la eterna bienaventuranza”.
Y en el 211. “¿Cómo podemos ayudar en la purificación de las almas del purgatorio? (1032) En virtud de la comunión de los santos, los fieles que peregrinan aún en la tierra pueden ayudar a las almas del purgatorio ofreciendo por ellas oraciones de sufragio, en particular el sacrificio de la Eucaristía, pero también limosnas, indulgencias y obras de penitencia.
Por último, quienes hayan muerto en pecado mortal, es decir, enemistados con Dios, recibirán el justo pago por sus obras malvadas, el infierno, según se afirma en el Número 212: “¿En qué consiste el infierno? (1033-1035; 1056-1057) Consiste en la condenación eterna de todos aquellos que mueren, por libre elección, en pecado mortal. La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios, en quien únicamente encuentra el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira. Cristo mismo expresa esta realidad con las palabras “Alejaos de mí, malditos al fuego eterno” (Mt 25, 41).
La existencia del infierno no es contraria a la Misericordia Divina, sino una confirmación de ella, y además, una prueba del inmenso respeto que Dios tiene para con la libertad del hombre. Dice así el Número 213: “¿Cómo se concilia la existencia del infierno con la infinita bondad de Dios? (1036-1037) Dios quiere que “todos lleguen a la conversión” (2 P 3, 9), pero, habiendo creado al hombre libre y responsable, respeta sus decisiones. Por tanto, es el hombre mismo quien, con plena autonomía, se excluye voluntariamente de la comunión con Dios si, en el momento de la propia muerte, persiste en el pecado mortal, rechazando el amor misericordioso de Dios”.
Acerca del Juicio Final, dice el Compendio en el Número 214: “¿En qué consistirá el juicio final? (1038-1041; 1058-1059) El juicio final (universal) consistirá en la sentencia de vida bienaventurada o de condena eterna que el Señor Jesús, retornando como juez de vivos y muertos, emitirá respecto “de los justos y de los pecadores” (Hch 24, 15), reunidos todos juntos delante de sí. Tras del juicio final, el cuerpo resucitado participará de la retribución que el alma ha recibido en el juicio particular.
215. ¿Cuándo tendrá lugar este juicio? (1040) El juicio final sucederá al fin del mundo, del que sólo Dios conoce el día y la hora.
216. ¿Qué es la esperanza de los cielos nuevos y de la tierra nueva? (1042-1050; 1060) Después del juicio final, el universo entero, liberado de la esclavitud de la corrupción, participará de la gloria de Cristo, inaugurando “los nuevos cielos y la tierra nueva” (2 P 3, 13). Así se alcanzará la plenitud del Reino de Dios, es decir, la realización definitiva del designio salvífico de Dios de “hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1, 10). Dios será entonces “todo en todos” (1 Co 15, 28), en la vida eterna.

“AMÉN” 217. ¿Qué significa el Amén, con el que concluye nuestra profesión de fe? (1061-1065) La palabra hebrea Amén, con la que se termina también el último libro de la Sagrada Escritura, algunas oraciones del Nuevo Testamento y las oraciones litúrgicas de la Iglesia, significa nuestro “sí” confiado y total a cuanto confesamos creer, confiándonos totalmente en Aquel que es el “Amén” (Ap 3, 14) definitivo: Cristo el Señor.

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