Aun cuando no se experimente nada de modo sensible al pecar,
el pecado –la tentación consentida-, ejerce un poderoso efecto, dañino para el
alma que lo comete, además de ejercer un daño en Jesucristo.
Es tan grave y tan dañino, que los santos no dudan en
calificarlo como la mayor desgracia que puede acaecerle a una persona en esta
vida. Para los santos, no hay desgracia más grande que el pecado y ninguna
desgracia de las que se viven en esta tierra, es comparable a la del pecado;
ninguna inundación, ningún terremoto, ninguna peste, ningún incendio, ninguna
calamidad terrena, por grave que sea, es comparable al pecado, según los santos.
La razón es que el pecado arruina la obra de Dios en el alma, la gracia
santificante; por el pecado –mortal- el alma pierde la gracia santificante,
pierde la amistad con Dios, pierde la unión con Él por el amor, y si la persona
muere en ese estado, en estado de pecado mortal, irremediablemente se condena,
queda separada de Dios para siempre. Ésa es la razón por la cual es preferible
cualquier calamidad en esta vida, antes que el pecado, porque por las calamidades
o desgracias terrenales, como máximo, se puede perder la vida, pero por el
pecado, se pierde la vida eterna, la unión con Dios en el Amor, por la
eternidad. Esto es lo que le sucedió a los ángeles rebeldes y apóstatas,
comandados por la Serpiente Antigua, el Diablo o Satanás: por un solo pecado
mortal, perdieron para siempre la amistad con Dios; es lo que les sucedió a los
primeros padres, Adán y Eva, por un solo pecado mortal, perdieron la amistad
con Dios y fueron expulsados del Paraíso terrenal; es lo que le sucede a un
alma cualquiera si muere en estado de pecado mortal: pierde para siempre el
cielo, y se condena. En la fórmula de la Confesión Sacramental, está presente
la conciencia de lo que acarrea el pecado: la pérdida del cielo y la
condenación eterna: “Pésame, por el infierno que merecí y por el cielo que
perdí”. Ahora bien, hay que decir que, mientras estamos en esta vida, Dios nos
concede su Misericordia, y es por eso que, mientras hay tiempo, debemos
convertir nuestros corazones, despegándolos de las cosas bajas y terrenas, y
elevándolos a Jesucristo, el Hombre-Dios.
Es por esto que decimos que el pecado ejerce un daño enorme
al alma, un daño irreparable con las fuerzas de la creatura, un daño
inconmensurable, que no se puede remediar ni aún ganando todas las riquezas del
mundo: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo, si pierde su alma?” (Mt 16, 26). Si pudiéramos ver con los
ojos del cuerpo a un alma en pecado mortal, la veríamos envuelta en una densa
nube oscura, como las que se forman cuando se quema el caucho; una nube mucho
más densa y oscura que cualquiera de las que se forman en el cielo, cuando
llega una gran tormenta; esta nube oscura cubre de tal manera al alma, que le
impide recibir los rayos benéficos de la gracia santificante, que vienen de
Cristo Dios, Sol de justicia. El alma queda cubierta e inmersa en las tinieblas
del pecado, que son tinieblas de malicia, de error y de rebelión contra Dios.
El pecado también ejerce su acción dañina en Cristo: al
contrario del hombre pecador, en el que el pecado provoca un placer de
concupiscencia –por ejemplo, la ira, la venganza, la soberbia, etc.-, en Cristo
Jesús, el pecado se convierte en golpes, hematomas, heridas abiertas y
sangrantes: los pecados de pensamiento, por ejemplo, se materializan en la
Corona de espinas de Nuestro Señor, por eso es que Jesús se deja coronar de
espinas, para que no solo no tengamos malos pensamientos, ni cometamos pecados
de pensamiento, sino para que tengamos pensamientos santos y puros, como Él los
tiene coronado de espinas; los pecados de deseo, surgidos en el corazón
perverso, se materializan en la Corona de espinas que rodea su Sagrado Corazón,
tal como se le apareció a Santa Margarita María de Alacquoque; los pecados
carnales, se materializan en la flagelación inhumana que sufrió en su espalda
pero también en todo su Cuerpo, y así sucesivamente. Esto, porque Jesús se
interpone entre nosotros y la Justa Ira de Dios, encendida por nuestros
pecados. Él, siendo Inocente e Inmaculado, y sin haber cometido jamás pecado
alguno –era imposible metafísica y ontológicamente que lo hiciera, desde el
momento en que Él Dios y por lo tanto, la santidad misma-, cargó sobre sí
nuestros pecados y sufrió el castigo merecido por nosotros, en su Humanidad Santísima,
y al correr la Sangre Preciosísima sobre su Cuerpo, lavó nuestros pecados.
El pecado es tan grave, que es preferible perder la vida
terrena, antes que cometer un pecado mortal o venial deliberado, tal como lo
pidió Santo Domingo Savio el día de su Primera Comunión: “Prefiero morir, antes
que pecar”. Y es también lo que pedimos, indirectamente, cada vez que nos
confesamos: “Antes (de pecar) querría haber muerto (preferiría perder la vida
terrena) que haberos ofendido (que haber cometido este pecado)”.
Solo la luz de la gracia nos hace tomar conciencia y
dimensionar la magnitud del pecado y la gravedad inconmensurable del daño que
provoca en el alma, y es por eso que debemos implorar siempre a la Divina
Misericordia esta gracia, la de estar “atentos y vigilantes” (cfr. Mc 13, 33),
para estar dispuestos a perder la vida terrena, antes de cometer un pecado
mortal o venial deliberado y para vivir siempre en gracia, acrecentándola a
cada instante.
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