LAS
INDULGENCIAS
Consideraciones
acerca de su naturaleza para aprovechar al máximo el Año Jubilar de la
Misericordia.
Para
poder vivir en su plenitud la extraordinaria riqueza espiritual que significa
el Año Jubilar de la Misericordia promulgado por el Santo Padre Francisco, debemos
“recordar algunas verdades, en las que siempre creyó toda la Iglesia, iluminada
por la palabra de Dios, y los Obispos, sucesores de los Apóstoles, y sobre todo
los Romanos Pontífices, sucesores de Pedro, (verdades que) han venido enseñando
y enseñan, bien por medio de la praxis pastoral, bien por medio de documentos
doctrinales, a lo largo de los siglos”.
Guiados por estas palabras del Magisterio papal, y con el objetivo de recordar
la doctrina acerca de las indulgencias, a fin de aprovechar al máximo el Año
Jubilar de la Misericordia, reflexionaremos brevemente sobre los siguientes
puntos, comenzando acerca de Dios, su Amor, su Justicia y su santidad de Dios;
luego sobre el pecado, que es la falta contra estos atributos divinos y,
finalmente, sobre las indulgencias mismas.
Quién es Dios, a quien el pecado ofende.
Con
respecto a Dios, Él, en su Trinidad de Personas, es infinitamente Justo, Bueno,
Santo y Misericordioso; nada hay en Dios que sea ni siquiera la más ligera imperfección
y, por supuesto, no hay en Él ni la más pequeñísima sombra de malicia. Todo
pecado constituye una ofensa a la majestad y santidad divinas, las cuales deben
ser reparadas.
El hombre, aún el justo, “peca siete veces al día”.
Ahora
bien, por parte del hombre, la Escritura dice que “el justo peca siete veces al
día” (Prov 24, 16), y en el mismo
sentido el Magisterio afirma lo siguiente: “Todos los hombres que peregrinan
por este mundo cometen por lo menos las llamadas faltas leves y diarias, y,
por ello, todos están necesitados de la misericordia de Dios “para verse libres
de las penas debidas por los pecados”.
Entonces, es esto, el pecado, lo que ofende y contraría el Amor, la Justicia y
la Santidad divinas, alterando el orden universal e interrumpiendo la amistad
que Dios ofrece al hombre en Cristo Jesús: “todo pecado lleva consigo la
perturbación del orden universal, que Dios ha dispuesto con inefable sabiduría
e infinita caridad, y la destrucción de ingentes bienes tanto en relación con
el pecador como de toda la comunidad humana. Para toda mente cristiana de
cualquier tiempo siempre fue evidente que el pecado era no sólo una trasgresión
de la ley divina, sino, además, aunque no siempre directa y abiertamente, el
desprecio u olvido de la amistad personal entre Dios y el hombre, y
una verdadera ofensa de Dios, cuyo alcance escapa a la mente humana; más aún,
un ingrato desprecio del amor de Dios que se nos ofrece en Cristo, ya que
Cristo llamó a sus discípulos amigos y no siervos”.
De acuerdo al Magisterio Pontificio, la gravedad de las penas revelan la
esencia del pecado, como algo “insensato” y “malo”, cuyas consecuencias deben
ser reparadas: “De la existencia y gravedad de las penas se deduce la
insensatez y malicia del pecado, y sus malas secuelas”.
Entonces, de acuerdo a la Escritura y el Magisterio, nuestra condición de
hombres mortales y viadores nos hace ser pecadores, lo cual significa que,
aunque nuestras culpas no sean tan grandes –es decir, aunque no consistan
necesariamente en pecados mortales-, incurrimos constantemente en deuda con
Dios. Ésa es la razón por la cual debemos hacer penitencia por nuestros
pecados, ya sea en esta vida, o en el más allá –Purgatorio- y es la razón por
la cual debemos buscar siempre el ganar indulgencias, tanto para nosotros
mismos, como para las Almas del Purgatorio.
Al pecar, el hombre contrae culpa y pena ante Dios.
Cuando
el hombre peca, se hace deudor ante Dios: se vuelve culpable –culpa- y debe a
Dios reparación por el mal cometido –pena-. Según la Divina Revelación, “las
penas son consecuencia de los pecados, infligidas por la santidad y justicia
divinas, y han de ser purgadas bien en este mundo, con los dolores, miserias y
tristezas de esta vida y especialmente con la muerte, o
bien por medio del fuego, los tormentos y las penas catharterias en
la vida futura.
Por ello, los fieles siempre estuvieron persuadidos de que el mal camino tenía
muchas dificultades y que era áspero, espinoso y nocivo para los que andaban
por él”.
El
pecado interrumpe la amistad del hombre con Dios.
El
pecado interrumpe la amistad con Dios, ofende a su bondad y sabiduría divinas y
destruye bienes personales, sociales y universales y por lo tanto, todo esto
debe ser restaurado, por medio de una reparación voluntaria –confesión
sacramental y absolución de la culpa- o por la aceptación de las penas
establecidas por la sabiduría divina: “Por tanto, es necesario para la plena
remisión y reparación de los pecados no sólo restaurar la amistad con Dios por
medio de una sincera conversión de la mente, y expiar la ofensa infligida a su
sabiduría y bondad, sino también restaurar plenamente todos los bienes
personales, sociales y los relativos al orden universal, destruidos o
perturbados por el pecado, bien por medio de una reparación voluntaria, que no
será sin sacrificio, o bien por medio de la aceptación de las penas
establecidas por la justa y santa sabiduría divina, para que así resplandezca
en todo el mundo la santidad y el esplendor de la gloria de Dios”.
Además de ofender a Dios, el pecado hiere y lastima a la Iglesia, Cuerpo
Místico de Cristo: al pecar gravemente, el pecador no puede acceder a la
Comunión y por lo tanto, “debe primero hacer su confesión a la Iglesia, antes
de hacerse nuevamente digno de recibir la Eucaristía, acudiendo al Sacramento
de la penitencia; de esta manera, reconciliándose con la Iglesia, se reconcilia
con Dios.
Dios,
rico en misericordia, nos perdona las culpas con el Sacramento de la
Reconciliación, pero subsisten las penas.
Dios,
en su infinita misericordia, se apiada de nuestra debilidad y luego del pecado
original no nos deja solos, sino que nos envía un Redentor, a través de la
Virgen: el Hombre-Dios Jesucristo, “el rostro de la misericordia del Padre”, quien
nos obtiene, con los méritos de su Pasión y Muerte en cruz, el perdón de los
pecados, perdón que se nos concede en la Confesión Sacramental, perdón que nos
muestra que la misericordia es siempre inmensamente más grande que cualquier
pecado: “Después del pecado de Adán y Eva, Dios no quiso dejar la humanidad en
soledad y a merced del mal. Por esto pensó y quiso a María santa e inmaculada
en el amor (cfr. Ef 1,4), para que fuese la Madre del Redentor del
hombre. Ante la gravedad del pecado, Dios responde con la plenitud del perdón.
La misericordia siempre será más grande que cualquier pecado y nadie podrá
poner un límite al amor de Dios que perdona”. El
perdón de Dios manifestado en Cristo, nos hace ver cómo la Misericordia de Dios
no sólo no es contraria a su Justicia, sino que predomina sobre esta cuando el
pecador se arrepiente, ofreciéndole una nueva oportunidad: “La misericordia no
es contraria a la justicia sino que expresa el comportamiento de Dios hacia el
pecador, ofreciéndole una ulterior posibilidad para examinarse, convertirse y
creer”.
Ahora
bien, en este Sacramento se remite la culpa, pero la pena debe ser pagada de
diversas maneras (acto de piedad, por medio de obras de misericordia, etc.) que
reflejen el amor a Dios por parte del pecador arrepentido: el pecado es una
obra cuya raíz es la falta de amor a Dios, es justo que se repare con una obra –peregrinaciones,
rosarios, penitencias, obras de misericordia corporales y espirituales, etc.- que
demuestre el amor a Dios y es en esto en lo que consisten las indulgencias.
Las
penas –propias y de los difuntos- se quitan con las indulgencias.
Ahora
bien, es una realidad el hecho de que, a pesar de que la culpa es perdonada por
la Confesión Sacramental, las penas debidas a esta culpa no siempre se pagan en
esta vida sino en la otra y esto es lo constituye la doctrina del Purgatorio: “La
doctrina del purgatorio sobradamente demuestra que las penas que hay que pagar
o las reliquias del pecado que hay que purificar pueden permanecer, y de hecho
frecuentemente permanecen, después de la remisión de la culpa;
pues en el purgatorio se purifican, después de la muerte, las almas de los
difuntos que "hayan muerto verdaderamente arrepentidos en la caridad de
Dios; sin haber satisfecho con dignos frutos de penitencia por las faltas
cometidas o por las faltas de omisión”.
Precisamente, y en virtud de la comunión de los santos, se puede ayudar a las
almas del Purgatorio en su purificación, “ofreciendo por ellas oraciones de
sufragio, en particular el sacrificio de la Eucaristía, pero también limosnas,
indulgencias y obras de penitencia”.
¿Qué
son las indulgencias?
El
Código de derecho canónico y el Catecismo de la Iglesia católica define así a
la indulgencia: “Indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por
los pecados, ya perdonados en lo referente a la culpa que gana el fiel,
convenientemente preparado, en ciertas y determinadas condiciones, con la ayuda
de la Iglesia, que, como administradora de la redención, dispensa y aplica con
plena autoridad el tesoro de los méritos de Cristo y de los santos”.
También
se definen como: “remisión de la pena temporal debida por los pecados,
perdonados ya en lo que se refiere a la culpa".
Las
indulgencias son posibles gracias al infinito tesoro espiritual adquirido por
Cristo, además de la Virgen, los santos y los hombres justos.
Es
aquí entonces en donde entran dos elementos a considerar: los méritos de Cristo
y las indulgencias. Los méritos de Cristo, que Él distribuye a los miembros de
su Iglesia, su Cuerpo Místico, de manera tal que hay un flujo dinámico de
bienes espirituales entre los diversos integrantes de la Iglesia -los que aún
peregrinamos en esta vida, los que están en el Purgatorio y los que forman la
Iglesia Triunfante en los cielos-. Si el pecado de uno influye en los demás,
también la santidad de uno influye en los demás, y es de Cristo, el Cordero
Inmaculado, Fuente Increada de la santidad, de quien proceden todos los bienes
espirituales para los hombres y esos méritos son el fundamento de la “comunión
de los santos”: “Por arcanos y misericordiosos designios de Dios, los hombres
están vinculados entre sí por lazos sobrenaturales, de suerte que el pecado de
uno daña a los demás, de la misma forma que la santidad de uno beneficia a los
otros.
De esta suerte, los fieles se prestan ayuda mutua para conseguir el fin
sobrenatural. Un testimonio de esta comunión se manifiesta ya en Adán, cuyo
pecado se propaga a todos los hombres. Pero el mayor y mas perfecto principio,
fundamento y ejemplo de este vínculo sobrenatural es el mismo Cristo, a cuya
unión con él Dios nos ha llamado. Pues
Cristo, que "no cometió pecado", "padeció su pasión por
nosotros";
"fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros
crímenes..., y sus cicatrices nos curaron"”.
Los diversos miembros de la Iglesia que se prestan ayuda espiritual mutua entre
sí, forman lo que se denomina: “comunión de los santos”
(…) “Los fieles, siguiendo las huellas de Cristo, siempre han intentado
ayudarse mutuamente en el camino hacia el Padre celestial, por medio de la
oración, del ejemplo de los bienes espirituales y de la expiación penitencial;
cuanto mayor era el fervor de su caridad con más afán seguían los pasos de la
pasión de Cristo, llevando su propia cruz como expiación de sus pecados y de
los ajenos, teniendo por seguro que podían favorecer sus hermanos ante Dios,
Padre de las misericordias, en la consecución de la salvación. Este es el
antiquísimos dogma de la comunión de los santos, según el cual la vida de cada
uno de los hijos de Dios, en Cristo y por Cristo, queda unida con maravilloso
vínculo a la vida de todos los demás hermanos cristianos en la unidad
sobrenatural del Cuerpo místico de Cristo, formando corno una sola mística
persona”.
¿Cuál es el fin de las indulgencias?
“El fin que se propone la autoridad eclesiástica en la
concesión de las indulgencias consiste no sólo en ayudar a los fieles a lavar
las penas debidas, sino también incitarlos a realizar obras de piedad,
penitencia y caridad, especialmente aquellas que contribuyen al incremento de
la fe y del bien común.
Y cuando los fieles ganan las indulgencias en sufragio de los difuntos,
realizan la caridad de la forma más eximia, y al pensar en las cosas
sobrenaturales trabajan con más rectitud en las cosas de la tierra”.
¿Cuál es el papel de la Iglesia en el otorgamiento de las
indulgencias?
“En la indulgencia la Iglesia, empleando su potestad de
administradora de la redención de Cristo, no solamente pide, sino que con
autoridad concede al fiel convenientemente dispuesto el tesoro De las
satisfacciones de Cristo y de los santos para la remisión de la pena temporal”.
Explicitaremos
un poco lo relativo a las Indulgencias: ante todo, no constituyen un perdón de
los pecados cometidos, puesto que los pecados se perdonan, como vimos, con el
Sacramento de la Reconciliación. Las indulgencias se relacionan con las penas
temporales que debemos a Dios después que nuestros pecados hayan sido
perdonados en el Sacramento de la Penitencia (o por un acto de contrición
perfecta).
La condición para ganar indulgencias es precisamente esto: estar en estado de
gracia santificante luego de la confesión sacramental y no tener apego alguno
al pecado, aun al venial.
Otro elemento a tener en cuenta es la potestad que tiene
la Iglesia, dada por Nuestro Señor Jesucristo, de remitir el castigo temporal
que debemos a Dios por nuestros pecados ya perdonados (la “pena” ya
mencionada). Es decir, la Iglesia, por el poder comunicado por Jesucristo a
Pedro y a los Apóstoles, tiene el poder de no solo perdonar la culpa de los
pecados –por la el Sacramento de la Confesión-, sino también de remitir la pena
temporal debida por esos pecados ya perdonados –las cuales se borran por la
aplicación de Indulgencias establecidas por la Iglesia-.
Este poder le viene de Cristo y el tesoro espiritual del
cual la Iglesia dispone, son los méritos de Cristo y también los de María
Santísima y los de los santos: “Así resulta el ‘tesoro de la Iglesia’.
El cual, ciertamente, no es una especie de suma de los bienes, a imagen de las
riquezas materiales, que se van acumulando a lo largo de los siglos, sino que
es el infinito e inagotable precio que tienen ante Dios las expiaciones y
méritos de Cristo, ofrecidos para que toda la humanidad quedara libre del
pecado y fuera conducida a la comunión con el Padre; es el mismo Cristo
Redentor en el que están vigentes las satisfacciones y méritos de su redención.
A este tesoro también pertenece el precio verdaderamente inmenso e
inconmensurable y siempre nuevo que tienen ante Dios las oraciones y obras
buenas de la bienaventurada Virgen María y de todos los santos, que, habiendo
seguido, por gracia del mismo Cristo, sus huellas, se santificaron ellos
mismos, y perfeccionaron la obra recibida del Padre; de suerte que, realizando
su propia salvación, también trabajan en favor de la salvación de sus hermanos,
en la unidad del Cuerpo místico”.
El tesoro de méritos que posee la Iglesia, para conceder
indulgencias, proviene del misterio pascual de Nuestro Señor Jesucristo, es
decir, de su Pasión, Muerte en cruz y Resurrección: puesto que Él es el
Hombre-Dios, todas sus acciones poseen valor infinito, y es esto lo que
constituye el tesoro de méritos del que posee la Iglesia; a este tesoro, se le
suman los méritos de María Santísima y los de los santos de todos los tiempos y
las satisfacciones excedentes de todos los miembros del Cuerpo Místico de
Cristo.
¿Cómo
se originaron las indulgencias?
Con
respecto a su origen, dice así el Papa Pablo VI:
“La Iglesia, consciente desde un principio de estas verdades, inició diversos
caminos para aplicar a cada fiel los frutos de la redención de Cristo, y para
que los fieles se esforzaran en favor de la salvación de sus hermanos; y para
que de esta suerte todo el cuerpo de la Iglesia estuviera edificado en justicia
y santidad para la venida del reino de Dios, cuando Dios lo será todo en todos.
Los mismos Apóstoles exhortaban a sus discípulos a orar por la salvación de los
pecadores;
una antiquísima costumbre de la Iglesia ha conservado este modo de hacer,
especialmente cuando los penitentes suplicaban la intercesión de toda la
comunidad,
y los difuntos eran ayudados con sufragios, especialmente con la ofrenda del
sacrificio eucarístico.
También las obras buenas, sobre todo las más dificultosas para la fragilidad
humana eran ofrecidas a Dios de antiguo en la Iglesia por la salvación de los
pecadores.
Dado que los sufrimientos que, por la fe y la ley de Dios, soportaban los
mártires eran estimados en gran manera, los penitentes les solían rogar, para,
ayudados con sus méritos, alcanzar más rápidamente la reconciliación de parte
de los Obispos.
Pues las oraciones y buenas obras de los justos eran tan estimadas que se tenía
la certeza de que el penitente quedaba lavado, limpio y redimido con la ayuda
de todo el pueblo cristiano
(…) De esta suerte, los Obispos, sopesadas todas las cosas con prudencia,
establecían la forma y medida de la satisfacción debida e incluso permitían que
las penitencias canónicas se pudieran redimir con otras obras quizá más fáciles,
convenientes para el bien común, o fomentadoras de la piedad, que eran
realizadas por los mismos penitentes, e incluso en ocasiones por otros fieles”.
Y prosigue: “La vigente persuasión en la Iglesia de que
los pastores de la grey del Señor podían librar a los fieles de las reliquias
de los pecados por la aplicación de los méritos de Cristo y de los santos, poco
a poco, a lo largo de los siglos, por inspiración del Espíritu Santo, alma del
pueblo de Dios, sugirió el uso de las indulgencias, por medio del cual se
realizó un progreso en esta misma doctrina y disciplina de la Iglesia; fue un
progreso y no un cambio,
y un nuevo bien sacado de la raíz de la revelación para utilidad de los fieles
y de toda la Iglesia.
El
uso de las indulgencias, propagado poco a poco, fue un acontecimiento notable
en la historia de la Iglesia, cuando los Romanos Pontífices decretaron que
ciertas obras oportunas para el bien común de la Iglesia "se podían tomar
como penitencia general" y
que concedían a los fieles "verdaderamente arrepentidos y confesados"
y que hubieran realizado estas obras "por la misericordia de Dios
omnipotente y... apoyados en los méritos y autoridad de sus Apóstoles",
"con la plenitud de la potestad apostólica" "el perdón, no sólo
pleno y amplio, sino completísimo, de todos sus pecados".
Porque "el unigénito Hijo de Dios... adquirió un tesoro para la Iglesia
militante.,. Y este tesoro... lo confió a de Pedro, clavero del cielo, y a sus
sucesores, sus vicarios en la tierra, para distribuirlo saludablemente a los
fieles, y por motivos justos y razonables, para ser aplicado a la remisión
total o parcial de la pena temporal debida por los pecados, tanto de forma
general como especial (según les pareciera voluntad de Dios) a los fieles
verdaderamente arrepentidos y confesados. Los méritos... de la bienaventurada
Virgen María y de los elegidos son como el complemento de este tesoro acumulado”.
Para
entender un poco más el origen de las indulgencias, recordemos brevemente lo
que sucedía en la Antigüedad: los pecadores arrepentidos, que deseaban ser
readmitidos en la iglesia, debían realizar grandes penitencias públicas –por
ejemplo, vestirse de cenizas, cubrirse de saco, ayunar, arrodillarse ante la puerta de una iglesia
para mendigar las oraciones, etc.-. Cuando comenzaron las persecuciones, estos
penitentes se dirigían a los mártires cristianos que estaban por ser
ejecutados, para que estos escribieran al obispo una petición de perdón
–llamada “carta de paz”-, la cual era entregada al mismo por el penitente. Al
presentar la carta del mártir solicitando perdón por el penitente, el obispo lo
absolvía de la penitencia pública que le había impuesto el confesor y no sólo
de esta penitencia pública, sino de la pena temporal que con esa penitencia iba
a satisfacer. En otras palabras, lo que hacía el obispo –y aquí se ve la
autoridad de la Iglesia como dispensadora de los méritos de Cristo- era
transferir, al penitente arrepentido, el valor satisfactorio de los
sufrimientos del mártir, valor que, a su vez, eran una participación a los
méritos infinitos del Rey de los mártires, Jesucristo. Es de esta manera como
se inició en la Iglesia la práctica de conceder indulgencias y también la
costumbre de “medirlas”: por ejemplo, indulgencias de trescientos días (que no
significan trescientos días menos en el Purgatorio, sino que ese acto de piedad
que tiene concedidos trescientos días de indulgencia, remite tanta pena
temporal como si esa persona hiciera trescientos días de penitencia pública
según la disciplina de la antigua iglesia, aunque cuánto sea eso, sólo Dios lo
sabe), aunque este sistema de medir las indulgencias en días ya no está
vigente: “En lo referente a la indulgencia parcial, se prescinde de la antigua
determinación de días y años, y se ha buscado una nueva norma o medida, según
la cual se tendrá en cuenta la acción misma del fiel que ejecuta una obra
enriquecida con indulgencia. Puesto que el fiel, mediante su acción —además del
mérito, que es el principal fruto de su acción—, puede conseguir también una
remisión de la pena temporal, tanto mayor cuanto mayor es la caridad de quien
la realiza y la excelencia de la obra, se ha creído oportuno que esta misma
remisión de la pena, ganada por el fiel mediante su acción, sea la medida de la
remisión de la pena que la autoridad eclesiástica liberalmente añade por la
indulgencia parcial”.
¿Cómo
funciona una indulgencia?
Sacando
de este tesoro espiritual de méritos satisfactorios, la Iglesia nos concede
indulgencias; al concederlas, la Iglesia nos dice que, si estamos libres de
pecado mortal, si recitamos un acto de fe (de esperanza, caridad y con
contrición) con atención y devoción, la Iglesia saca del tesoro espiritual que
posee y “paga” –por así decir- a Dios los méritos que necesitamos para que
queden satisfechos los castigos temporales debidos por nuestros pecados (cuando
se medía por años, por ejemplo, por tres años, significaba que nos concedía los
méritos que conseguiríamos haciendo tres años de penitencia pública). Es
decir, con las indulgencias, sacamos de los tesoros espirituales de la Iglesia
y pagamos nuestra propia deuda con Dios.
En el caso de las indulgencias plenarias, cuando se
cumplen todos los requisitos, la Iglesia utiliza de su tesoro espiritual, de
manera tal que quedan borradas todas nuestras deudas de pena temporal: esto
quiere decir que si muriéramos inmediatamente luego de conseguida la
indulgencia plenaria, iríamos al cielo directamente, puesto que no tendríamos
necesidad de satisfacer por nuestros pecados en el Purgatorio.
¿Qué se necesita para ganar indulgencias?
Ante
todo, tener aversión por el pecado, tanto venial deliberado como mortal,
y además el propósito de evitar, en adelante, hasta el pecado más pequeño. Una
condición indispensable es el estar en estado de gracia santificante en el
momento de ganarla. Sin embargo, una persona puede empezar a ganar una
indulgencia, incluso con un pecado mortal en el alma, pero debe estar en estado
de gracia al terminar la obra a la que las indulgencias han sido concedidas.
Por ejemplo, si la visita de un santuario concede indulgencias, alguien puede
estar en pecado mortal en el momento de realizar la visita y puede ganar la
indulgencia si se confiesa y recibe dignamente la Eucaristía. Otra condición
necesaria es el querer ganar la
indulgencia, es decir, tener la intención de ganarlas, porque la Iglesia no nos
fuerza a hacerlo, puesto que se trata de un acto libre; para esto, basta con
una intención general. Otra condición es realizar en el tiempo, lugares y
maneras prescritos todos los requerimientos que la Iglesia haya establecido
para lucrar una indulgencia determinada. Ganar indulgencias es cumplir el
mandato de Jesús de “atesorar tesoros”, no en la tierra, sino “en el cielo”:
“Atesorad tesoros en el cielo” (Mt 6,
20). Es en este sentido –hablando de la fe- en el que se expresa San Cirilo de
Jerusalén: “Recibir la fe es como poner en el banco el dinero que os hemos
entregado; Dios os pedirá cuenta de este depósito”.
Hacer uso de las indulgencias es hacer uso de la fe: por medio de la fe, se
retira un tesoro espiritual del “Banco espiritual” de la Iglesia –los méritos
de Cristo- para depositar otro tesoro espiritual en los cielos –la indulgencia-,
con lo cual pagamos nuestras deudas –la pena temporal- que debemos a Dios por
nuestros pecados: tal como sucede en la vida real, cuanto más paguemos la deuda
–cuantas más indulgencias lucremos-, tanto más rápida será saldada nuestra
deuda.
Requisitos para ganar indulgencias.
“(…) las indulgencias, a pesar de ser beneficios gratuitos,
solamente se conceden, tanto a los vivos como a los difuntos, una vez cumplidas
ciertas condiciones, requiriéndose para ganarlas, bien que se hayan llevado a
cabo las obras buenas prescritas, bien que el fiel esté dotado de disposiciones
debidas, es decir, que ame a Dios, deteste los pecados, tenga confianza en los
méritos de Cristo y crea firmemente que la comunión de los santos le es de gran
utilidad”.
En general, para lucrar las indulgencias hace falta
cumplir determinadas condiciones y realizar determinadas obras.
Condiciones
para lucrar indulgencias.
Para
lucrar las indulgencias, tanto plenarias como parciales, es preciso que, al
menos antes de cumplir las últimas exigencias de la obra indulgenciada, el fiel
se halle en estado de gracia.
La indulgencia
plenaria sólo se puede obtener una vez al
día. Pero, para conseguirla, además del estado de gracia, es necesario
que el fiel:
-
tenga la disposición interior de un desapego total del pecado, incluso
venial;
-
se confiese sacramentalmeпte de sus pecados;
- reciba
la sagrada Eucaristía (ciertamente, es mejor recibirla participando en
la santa misa, pero para la indulgencia sólo es necesaria la sagrada Comunión);
- ore
según las intenciones del Romano Pontífice.
Es
conveniente, pero no necesario, que la confesión sacramental, y especialmente
la sagrada Comunión y la oración por las intenciones del Papa, se hagan el
mismo día en que se realiza la obra indulgenciada; pero es suficiente que estos
sagrados ritos y oraciones se realicen dentro de algunos días (unos veinte)
antes o después del acto indulgenciado. La oración según la mente del Papa
queda a elección de los fieles, pero se sugiere un “Padrenuestro” y un
“Avemaría”. Para varias indulgencias plenarias basta una confesión sacramental,
pero para cada indulgencia plenaria se requiere una distinta sagrada Comunión y
una distinta oración según la mente del Santo Padre.
Los confesores pueden
conmutar, en favor de los que estén legítimamente impedidos, tanto la obra
prescrita como las condiciones requeridas (obviamente, excepto el desapego del
pecado, incluso venial).
Las
indulgencias siempre son aplicables o a sí mismos o a las almas de los
difuntos, pero no son aplicables a otras personas vivas en la tierra”.
Algunas especificaciones con respecto a las indulgencias
plenarias.
Se caracterizan por ser muy numerosas y porque las obras
prescritas para lucrarlas son fáciles, de modo que si tenemos que pasar por el
Purgatorio antes de entrar al cielo, es sólo por no haberlas practicado en esta
vida.
La mayoría de las indulgencias plenarias sólo pueden
lucrarse una vez al día. En esto se diferencian de las parciales que pueden
ganarse tantas veces como se realicen las obras prescritas, a no ser que las
instrucciones digan expresamente lo contrario. Así, si digo con fe y devoción
“¡Jesús mío, misericordia!”, gano indulgencias y si lo digo cien veces al día,
gano cien veces esa misma indulgencia.
Para ganar las indulgencias plenarias, es necesario: 1)
visitar una iglesia u oratorio público (designadas por el obispo diocesano de
modo particular en el Año de la Misericordia); 2) orar por las intenciones del
Papa:
mínimamente, un Padrenuestro, Avemaría y Gloria, a no ser que las instrucciones
especifiquen un número mayor, como en el caso del Día de Todos los Difuntos; 3)
Confesarse: la confesión requerida para ganar indulgencia plenaria puede
hacerse en los ocho días precedentes a la obra prescrita, el mismo día en que
la hagamos, o en los ocho siguientes; 4) comulgar: la Comunión necesaria para
ganar una indulgencia plenaria puede recibirse en cualquier momento desde el
día anterior al que realicemos la obra prescrita hasta el octavo día siguiente.
Quien tiene el hábito de confesarse al menos cada quince días y de comulgar
cada semana ya tiene cumplidos los requisitos de comunión-confesión exigidos
para poder lucrar una indulgencia plenaria. El ganar indulgencias tiene un
doble fin: pagar el débito personal de pena temporal y auxiliar a las Benditas
Almas del Purgatorio; quien confiese habitualmente cada quince días y comulgue
semanalmente, sólo le falta rezar por el Santo Padre para tener cumplidas la
mayor parte de los requisitos necesarios para lucrar una indulgencia plenaria.
¿A quién se pueden aplicar las indulgencias plenarias?
No
se pueden aplicar a personas vivas, porque cada cual debe tener la intención,
libre, de pagar su propia deuda. Sin embargo, sí se pueden aplicar por las
Almas del Purgatorio, realidad después de la muerte, atestiguada por la Sagrada
Escritura y el Magisterio, para “los que mueren en gracia y en la amistad de
Dios, pero imperfectamente purificados; aunque están seguros de su eterna
salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la
santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo”.
Aún más, todas las indulgencias concedidas por el Papa –a no ser que se
establezca lo contrario- pueden ser aplicadas a estas almas benditas. Ahora
bien, hay que tener en cuenta que estas indulgencias ofrecidas por ellas lo son
a modo de sufragio, esto es, de ruego a Dios para que Él aplique la indulgencia
a una determinada alma o a las almas por las que se las gana y ofrece. La
aplicación de las indulgencias depende de la misericordia de Dios, por lo cual,
debemos estar confiados –precisamente, por la misma misericordia de Dios- en
que esa alma recibirá la indulgencia que hemos ganado para ella. Sin embargo,
puesto que no tenemos modo de saberlo con certeza, la Iglesia nos permite
ofrecer más de una indulgencia plenaria por el alma del mismo difunto. En todo
caso, la indulgencia nunca será vana, porque si esa alma ya está en el cielo,
la indulgencia irá, por la comunión de los santos y la misericordia de Dios, a
otra alma que la necesite.
Algunas indulgencias que pueden ganarse
diariamente.
Una
de ellas es el rezo del Santo Rosario: se puede ganar indulgencia plenaria si
la recitación se hace, con otras personas, tres veces en una semana de cualquier
mes, más los requisitos acostumbrados (Penitencia, Comunión, intenciones del
Santo Padre). Si el rezo del Rosario se realiza delante del sagrario o del
Santísimo Sacramento expuesto, más los requisitos nombrados, también se obtiene
indulgencia plenaria.
Otra práctica de devoción que concede indulgencias es el Via Crucis: se ganan tantas indulgencias
plenarias como veces que se lo hace (aún si son varias veces en el día). No es
necesaria una oración vocal, sino ante todo la meditación en sus misterios,
para luego aplicarlos a la vida espiritual, en pos de la conversión. Por
ejemplo, si meditamos en la Coronación de espinas, nos debe llevar al propósito
de no solo rechazar todo tipo de pensamiento malo e impuro, sino a pedir la
gracia de tener los mismos pensamientos, santos y puros, que tiene Nuestro
Señor coronado de espinas.
Obras necesarias para ganar indulgencias. Las
indulgencias que se pueden lucrar en el Jubileo Extraordinario de la
Misericordia: aspectos propios del Año Jubilar.
Para
el Jubileo Extraordinario de la Misericordia, el Santo Padre Francisco ha
dispuesto que se puedan ganar indulgencias de la siguiente manera:
Cumplidas
las necesarias condiciones
indicadas ut supra, los fieles pueden lucrar la indulgencia
jubilar realizando una de las siguientes obras, enumeradas
aquí en tres categorías:
Obras de piedad o
religión
-O
hacer una peregrinación piadosa a un santuario o lugar jubilar
(para Roma: una de las cuatro basílicas patriarcales, es decir, San Pedro, San
Juan de Letrán, Santa María la Mayor y San Pablo, o también a la basílica de
Santa Cruz de Jerusalén, a la basílica de San Lorenzo en Campo Verano, al
santuario de la Virgen del Amor Divino o a una de las catacumbas cristianas),
participando en la santa misa o en otra celebración litúrgica (Laudes o
Vísperas) o en un ejercicio de piedad (vía crucis, rosario, rezo del himno
«Akáthistos», etc.),
-
o hacer una visita piadosa, en grupo o
individualmente, a uno de esos lugares jubilares, participando en la adoración
eucarística y en meditaciones piadosas, concluyéndolas con el « Padrenuestro »,
el « Credo » y una invocación a la Virgen María.
Obras de misericordia o
caridad
-O
visitar, durante un tiempo conveniente, a
hermanos necesitados o que atraviesan dificultades (enfermos, detenidos,
ancianos solos, discapacitados, etc.), como realizando una peregrinación hacia
Cristo presente en ellos;
-o
apoyar con un donativo significativo obras
de carácter religioso o social (en favor de la infancia
abandonada, de la juventud en dificultad, de los ancianos necesitados, de los
extranjeros que, en los diversos países, buscan mejores condiciones de vida);
-o
dedicar una parte conveniente
del propio tiempo libre a actividades útiles para la
comunidad u otras formas similares de sacrificio personal.
Obras de penitencia
Al
menos durante un día
- o
abstenerse de consumos superfluos (fumar, bebidas alcohólicas, etc.);
- o
ayunar;
-
o hacer abstinencia de carne (u otros
alimentos, según las indicaciones de los Episcopados),
entregando
una suma proporcional a los pobres.
Cf. Is 1,
2-3; cf., también, Dt 8, 11; 32, 15ss.; Sal 105, 21;
118 passim; Sb 7, 14; Is 7; 10; 44, 21; Jr 33,
8; Ez 20, 27; cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Dei verbum,
sobre la divina revelación, núms. 2 y 21.
Cfr. Jn 15, 1415; cf. Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes,
sobre la Iglesia en el mundo actual, núm. 22; Decreto Ad gentes,
sobre la actividad misionera de la Iglesia núm. 13.
Cf. Nm 20, 12; 27,13-14; 2S 12,13-14; cf. Inocencio IV, Instructio
pro Graecis: DS 838; Concilio Tridentino, Sesión VI, can.
30: DS 1580, cf., 1689; S. Agustín, Tractatus in Evangelium
Ioannis, tract. 124,5: CPL 35, pp. 683-684, PL 5,
1972-1973.
Cf. S. Agustín, De baptismo contra Donatistas, 1,28: PL 43,124.