(Homilía para Misa de difuntos)
El Catecismo enseña que luego de la muerte, que acaece
cuando el alma se separa del cuerpo, el cuerpo “cae en la corrupción”, comienza
un proceso de descomposición orgánica, porque se ha separado de su principio
vital, que es el alma, mientras que el alma, va “al encuentro del juicio de
Dios y espera volver a unirse al cuerpo, cuando éste resurja transformado en la
Segunda Venida del Señor. Comprender cómo tendrá lugar la resurrección
sobrepasa la posibilidad de nuestro entendimiento y de nuestra imaginación”[1].
De este punto del Catecismo, vemos entonces que, para el
cristiano, la muerte no es nunca un hecho definitivo, porque consiste en una
separación temporaria, por así decir, del alma y del cuerpo, hasta la Segunda
Venida de Nuestro Señor Jesucristo. No importa tanto la muerte en sí misma,
sino lo que sucede inmediatamente después de la muerte, y es lo que nos dice el
Catecismo: el alma va “al encuentro del juicio de Dios”, porque allí el alma ve
desplegarse, delante de sus ojos, todas sus obras, las buenas y las malas, y
allí se decide su destino eterno, el cielo o el infierno. Por la misericordia
de Dios, siempre esperamos obtener el cielo, para nosotros y para nuestros
seres queridos difuntos, pero para eso, debemos hacer el propósito de vivir en
gracia, detestar y huir del pecado y obrar la misericordia, para que, en
nuestra propia muerte, como dice el Catecismo, nuestra alma se una a nuestro
cuerpo, cuando éste “resurja transformado en la Segunda Venida del Señor”.
Y puesto que esperamos confiados en la Misericordia Divina,
que nuestros seres queridos difuntos están ya con Dios, si así obramos, es
decir, si vivimos en gracia, detestando el pecado y obrando la misericordia, al
morir, nuestras almas se unirán a nuestros cuerpos glorificados y, en Cristo
resucitado, nos uniremos a nuestros seres queridos, a quienes conmemoramos en
la Santa Misa, y entonces sí, nunca más nos separaremos.
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