«El día 4 de abril don Bosco contó el siguiente sueño a todos los jóvenes reunidos en el salón de estudio después de las oraciones de la noche:
«Me encontraba cerca de la puerta de mi habitación, y al salir miré a mi alrededor y me vi en la iglesia, en medio de una muchedumbre tal de jóvenes, que el templo parecía completamente abarrotado. Estaban allí los alumnos del Oratorio de Turín, los de Lanzo, los de Mirabello y otros muchos a los cuales no conocía. No rezaban, sino que parecía que se estaban preparando para confesar. Una cantidad inmensa de ellos asediaba mi confesionario, esperándome, debajo del púlpito.
Yo, después de haber observado un poco, me puse a considerar cómo conseguiría confesar a tantos muchachos. Pero después temí estar dormido, soñando, y, para cerciorarme de que no lo estaba, comencé a palmotear y sentía el ruido; y, para asegurarme aún más, alargué el brazo y toqué la pared, que está detrás de mi pequeño confesionario. Seguro ya de que estaba despierto, me dije:
-Ya que estoy aquí, confesemos.
Y comencé a confesar.
Pero pronto, al ver a tantos jóvenes, me levanté para ver si había otros confesores que me ayudasen; y, no encontrando ninguno, me dirigí a la sacristía en busca de algún sacerdote que quisiese escuchar confesiones. Y he aquí que vi por una parte y por otra a algunos jóvenes que llevaban al cuello una cuerda que les apretaba la garganta.
-¿Por qué tenéis esa cuerda al cuello? Quitáosla, les dije.
Pero no me respondían y se quedaban mirándome con fijeza.
-Vamos, repetí a alguno; quítate esa cuerda.
El joven, al cual yo había dado esta orden, se avino a ello, pero me dijo:
-No me la puedo quitar; hay uno detrás que la sujeta. Venga a ver.
Volví entonces la mirada con mayor atención hacia aquella multitud de muchachos y me pareció ver sobresalir por detrás de las espaldas de muchos de ellos dos larguísimos cuernos. Me acerqué un poco más para ver mejor, y, dando la vuelta por detrás del que tenía más cerca, vi un horrible animal, de hocico monstruoso, forma de gatazo y largos cuernos, que apretaba aquel lazo. La bestia aquella bajaba el hocico, lo escondía entre las patas delanteras, y se encogía como para que no le viesen. Yo me dirigí a aquel joven víctima del monstruo y a algunos otros preguntándoles sus nombres, pero no me quisieron responder; al preguntarle a aquel feo animal se encogió aún más. Entonces dije a un joven:
-Mira, ve a la sacristía y dile al P. Merlone que te dé el acetre del agua bendita.
El muchacho volvió pronto con lo que yo le había pedido, pero entre tanto yo había descubierto que cada uno de los jóvenes tenía a sus espaldas un servidor tan poco agraciado como el primero y que, éste, también se agazapaba.
Yo temía estar aún dormido. Tomé entonces el hisopo y pregunté a uno de aquellos gatazos:
-Dime: ¿quién eres?
El animal, que no dejaba de mirarme, alargó el hocico, sacó la lengua y después se puso a rechinar los dientes como en actitud de arrojarse sobre mí.
-Dime inmediatamente qué es lo que haces aquí ¡bestia horrible! Ya puedes enfurecerte todo lo que quieras, que no te temo. ¿Ves? Con esta agua te voy a dar un buen baño.
El monstruo siempre agazapado me miraba; después comenzó a hacer contorsiones con el cuerpo de tal forma, que las patas de atrás le llegaban a tocar los hombros por delante. Y de nuevo quería arrojarse sobre mí. Al mirarlo detenidamente vi que tenía en la mano varios lazos.
-¡Vamos! Dime: ¿qué haces aquí?
Y al decir esto, levanté el hisopo. Hizo él unas contorsiones y quería huir.
-No te escaparás, continué diciendo; te ordeno que te quedes aquí.
Lanzó una serie de gruñidos y me dijo:
-¡Mira!
Y me enseñó los lazos.
-Dime qué son esos tres lazos, añadí; ¿qué significan?
-¿No lo sabes? Desde aquí, me dijo, con estos tres lazos obligo a los jóvenes a que se confiesen mal: de esta manera llevo conmigo a la perdición a la décima parte del género humano.
-¿Cómo? ¿De qué manera?
-¡Oh! No te lo diré porque tú se lo descubrirás.
-¡Vamos! Quiero saber qué significan estos tres lazos. ¡Habla! De lo contrario te echaré encima el agua bendita.
-Por favor, envíame al infierno pero no me eches esa agua.
-En nombre de Jesucristo, pues.
El monstruo, contorsionándose espantosamente, respondió:
-El primer modo con que aprieto este lazo es haciendo callar a los jóvenes los pecados en la confesión.
-¿Y el segundo?
-El segundo, incitándoles a que se confiesen sin dolor.
-»Y el tercero:
-El tercero no te lo quiero decir.
-¿Cómo? ¿Que no me lo quieres decir? Entonces te rociaré con agua bendita.
-No; no hablaré; y comenzó a gritar desaforadamente: ¿Es que no te basta? ¡Ya he dicho demasiado!
Y tornó a enfurecerse.
-Quiero que me lo digas para comunicárselo a los Directores.
Y repitiendo la amenaza levanté el brazo. Entonces comenzó a despedir llamas por sus ojos, después unas gotas de sangre y dijo:
-El tercero es no hacer propósito firme y no seguir los consejos del confesor.
-¡Bestia horrible!, le grité por segunda vez.
Y mientras quería preguntarle otras cosas e intimarle a que me descubriese la manera de remediar un mal tan grande y hacer vanas sus artimañas, todos los otros horribles gatazos, que hasta entonces habían procurado pasar desapercibidos, comenzaron a producir un sordo murmullo, después prorrumpieron en lamentos y gritos contra el que había hablado provocando una sublevación general.
Yo, al contemplar aquella revuelta, y convencido de que no sacaría ya ventaja alguna de aquellos animales, levanté el hisopo y arrojando el agua bendita sobre el gatazo que había hablado, le dije:
-¡Ahora, vete!
Y desapareció.
Después eché agua bendita por todas partes. Entonces, haciendo un grandísimo estrépito, todos aquellos monstruos se dieron a una precipitada fuga, unos por una parte, otros por otra. Y al producirse aquel ruido me desperté y me encontré en mi lecho.
¡Oh, queridos jóvenes, cuántos de los que yo jamás habría sospechado, tenían el lazo al cuello y el gatazo a las espaldas! Ya sabéis qué simbolizan esos tres lazos. El primero, que sujeta a los jóvenes por el cuello, simboliza el callar pecados en la confesión. El lazo les obliga a cerrar la boca para que no se confiesen del todo: o bien para que digan de ciertos pecados que cometieron cuatro veces que solamente incurrieron en ellos tres. El que tal hace, falta contra la sinceridad de la misma manera que el que calla pecados. El segundo lazo es la falta de dolor; y el tercero la falta de propósito. Por tanto, si queremos romper estos lazos y arrebatarlos de las manos del demonio, confesemos todos nuestros pecados y procuremos sentir un verdadero dolor de ellos y hagamos un firme propósito de obedecer al confesor.
Aquel monstruo, poco antes de montar en cólera, me dijo también:
-Observa el fruto que los jóvenes sacan de las confesiones. El fruto principal de ellas debe ser la enmienda; si quieres conocer si yo tengo a los jóvenes sujetos con los lazos, observa si se encomiendan o no.
Debo añadir que quise también que el demonio me dijera por qué se ponía detrás, a las espaldas de los jóvenes, y me respondió:
-Para que no me vean y poderlos arrastrar más fácilmente a mi reino.
Pude comprobar que eran muchísimos los que tenían a las espaldas aquellos monstruos, más de los que yo hubiera sospechado.
Dad a este sueño el alcance que queráis; lo cierto es que he querido observar y comprobar si era cierto cuanto he soñado y he sacado como consecuencia que se nos ofrece una verdadera realidad. Aprovechemos, pues, la ocasión que se nos ofrece de ganar la indulgencia plenaria, haciendo una buena confesión y una santa comunión. Hagamos lo posible por vernos libres de estos lazos del demonio.
El Padre Santo concede indulgencia plenaria a todos los que, el día del quincuagésimo aniversario de su primera misa, el próximo domingo, día 11 de abril, confesados y comulgados, rueguen según la intención de la Santa Iglesia. El sábado tendrá una audiencia privada del Padre Santo el caballero Oreglia, el cual le ofrecerá el Álbum con la firma de todos los alumnos del Oratorio y de las demás casas.
Mientras tanto mirad si, tiempo atrás, habéis cumplido las condiciones necesarias para hacer una buena confesión: yo os encomendaré a todos el domingo en la santa misa.»
Memorias Biográficas de Don Bosco. Volumen 9. Capítulo 47.
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