San Miguel Arcángel pesando las almas en el Juicio Final

martes, 23 de julio de 2013

Los exorcismos realizados en Argentina por el exorcista de confianza del Papa Francisco

exorcista argentino carlos mancuso

Los casos de expulsión de demonios más recordados.

Al padre Carlos Mancuso, el arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, le derivaba los casos de posesión demoníaca más graves:
“Como nosotros hacemos en La Plata todas las semanas una tanda de exorcismos, cuando Monseñor Bergoglio era arzobispo de Buenos Aires nos enviaba los casos que le llegaban. A veces venía algún sacerdote en nombre suyo, y alguna vez alguien nos comentó que Bergoglio decía ‘Bueno, cuando me toca un caso así, yo lo mando al padre Mancuso y chau’. Es que él no tenía en Buenos Aires un sacerdote preparado para esta finalidad”, cuenta Mancuso.

exorcista argentino carlos mancuso

Mancuso fue mas de  más de treinta el párroco del templo de San José, ubicado en la calle 6 de La Plata, Argentina. Tiene autorización de la Iglesia Católica para practicar el ritual del exorcismo y es un estudioso de la psiquiatría, la parapsicología y la demonología.
Realizó decenas de exorcismos y ecomienda que la película más realista sobre exorcismo es “El exorcismo de Mary Rose”. El relata 3 de sus más sonados exorcismos.
UNA MONJITA LE AVISA EN SUEÑOS SOBRE MANCUSO
A Miguel se le aparecía en sueños una monjita que le señalaba el rostro de un hombre. En su desesperación, Miguel soñaba que esa mujer piadosa y consagrada le decía, sin palabras,
“este hombre puede salvarte del averno”.
Miguel vivía en Entre Ríos y trabajaba con un miembro de una secta satánica que lo pretendía en amores. Se había resistido a ese requerimiento, había probado alimentos que el mago le había cocinado a modo de galante obsequio y, a partir de entonces, había sufrido convulsiones, violencias y toda clase de fenómenos autodestructivos.
Lo habían tratado médicos y psiquiatras, y un sacerdote local le había diagnosticado “posesión diabólica”. Al borde del suicidio, creyendo verdaderamente que estaba tomado por el demonio, llegó a la provincia de Buenos Aires y buscó, por medio de unos parientes alarmados, a un exorcista.
Carlos Mancuso en ese momento era el párroco del templo de San José, sobre la calle 6, y el cura autorizado por el obispado de La Plata para realizar el ritual más misterioso y estremecedor de la liturgia católica. Cuando Mancuso examinó en su despacho al paciente y comprobó que no se trataba de un asunto meramente psiquiátrico, Miguel reconoció en sus facciones la cara del hombre providencial que le señalaba, en sueños, aquella monja ignota.
El exorcismo se produjo en el 2007 en esa iglesia cerrada, sobre una frazada y con ayuda de cinco hombres que sostenían al poseso, mientras Mancuso trabajaba con las oraciones en latín, el crucifijo y el agua bendita.
En la realidad, los exorcismos son mucho menos espectaculares que en la ficción. No hay levitaciones, telequinesis, multiplicidad de voces ni pronunciación de distintas lenguas. Al menos, el padre Mancuso, que lleva veinte años cumpliendo ese ritual asegura que jamás vio semejantes piruetas o clichés del folklore.
No por eso la ceremonia resultaba menos aterradora. Miguel se sacudía, gruñía, pateaba, insultaba y de vez en cuando miraba el fondo de los ojos del exorcista y le hablaba en nombre de otro.
“Tu Dios no existe”, le dijo en un momento.
“¿Ah, no? -respondió Mancuso-. ¿Y a vos quién te mandó al infierno?”
Miguel, o su ardiente inquilino, pasó de la negación al lamento: “Dios me ha abandonado”.
El sacerdote tiene orden de su obispo de no confraternizar ni entrar en diálogos, pero no pudo en esa ocasión evitar la ironía:
“Ah, claro, ahora resulta que te abandonó”.
Miguel se movía con una fuerza impresionante, y era doblegado una y otra vez por los auxiliares y atacado con las armas del ritual.
En un momento, exhausto por el esfuerzo, sonrió de un modo escalofriante:
“Bueno, ahora podemos negociar”, le dijo al cura.
No había negocio posible. Y al final se entregó. Lo hizo adoptando un alivio absoluto, una paz nueva, un silencio limpio. Regresó a casa de sus parientes con la sensación de que había vuelto a ser él mismo después de tanto tiempo.
Y antes de viajar a Entre Ríos, fue a escuchar misa y a darle gracias a Dios a la catedral de La Plata. También visitó distraídamente la santería y entre todas las estampitas vio una de sor María Ludovica, una mujer legendaria que realizó una gran tarea en el Hospital de Niños de la ciudad y murió en 1962.
Esa era la monjita -aseguró Miguel, alelado- que se le aparecía en sueños mostrando la cara redonda pero seria del padre Mancuso.
LA CATEQUISTA ENDEMONIADA
El primer caso de posesión que Carlos Mancuso vio de cerca ocurrió en los años 80 y la protagonista del evento resultó ser una catequista. La chica estaba de novia y todo marchaba bien, directo al casamiento, a pesar de que la inminente “suegra” pensaba que ella no era un buen partido y que la relación era un error.
Al parecer, la mujer consultó un brujo y pagó por un maleficio. El mago le dio un preparado especial y le pidió que lo mezclara con frutillas e hiciera con ellas una torta para la catequista. Se trataba de un “trabajo” importante, y la madre del novio siguió las indicaciones al pie de la letra.
Después de comer varias porciones, la chica comenzó a vomitar y a perder la conciencia, cambió radicalmente su personalidad y entró en un túnel de insultos y reacciones demenciales que duró días y días, y que ningún médico atinaba a frenar. El ángel se había convertido en un demonio.
Y el cura de su parroquia, cuando la cosa se volvió inmanejable y escuchó que ella misma aseveraba tener dentro una presencia maligna, fue a buscar a Mancuso.
Era una noche de luna y el cura de la calle 6 caminó por un largo pasillo y tocó a la puerta de la casa. Lo hicieron pasar y vio que la catequista estaba en cama, con su madre a un lado y un sacerdote, amigo de la familia, del otro. Inmediatamente entró, la chica le gritó a Mancuso:
“¡Fuera, basura!”. Y comenzó a escupirlo.
Mancuso le acercó el crucifijo y le advirtió: “Este te va a vencer”.
La catequista respondió, con voz ronca: “A ése yo ya lo vencí”.
Al día siguiente Mancuso visitó al padre Antonio Sagrera, un sacerdote español que tenía 85 años y que era el exorcista oficial de la diócesis. Sagrera estaba trabajando en el jardín y en cuanto Mancuso empezó a relatarle los detalles del caso de la catequista, sin dejar de cortar los brotes con su tijera, el veterano guerrero de la oscuridad dictaminó:
“Está endemoniada”.
Lo hizo sin pestañear y sin dejar de podar su parra. Mancuso quedó impresionado por la seguridad de su maestro. Luego también él adquiría ese ojo clínico.
En aquel entonces, para practicar un exorcismo en la zona había que pedir permiso a monseñor Antonio Plaza. Luego el obispo Héctor Aguer le dio permiso especial a Mancuso para llevar a cabo esas ceremonias según su criterio: y confía absolutamente en sus razonamientos.
Plaza le dijo a Mancuso:
“Háganlo pero con mucha prudencia, tal vez no se trate de una poseída sino de una enferma”.
Los familiares de la catequista la trajeron a la rastra a la iglesia a las diez de la mañana. Cerraron el templo al público y pusieron una manta en el suelo. Pese a que Sagrera dirigía la operación, Mancuso se adelantó y les dijo a los auxiliares:
“Agárrenla entre todos”.
La catequista lo miró con sorna:
“Ah, me tenés miedo”.
A órdenes del padre Antonio comenzaron los ritos y las unciones, y su sucedieron los pataleos e insultos procaces.
En un momento pararon para descansar y uno de los auxiliares le dijo:
“La bronca es con usted, Mancuso”.
Era cierto, Sagrera manejaba el exorcismo, pero el odio de ella no se concentraba en el maestro sino en el aprendiz.
“Fue como un aviso - dice Mancuso-. Una premonición y un aviso por todos los combates que libraríamos él y yo a partir de entonces.”
Después de luchar y resistirse, después de un escándalo de voces y forcejeos, repentinamente todos escucharon una voz:
“Abandono”.
Y la chica volvió dolorosamente de su furia ciega a sus cabales. Un estudiante de medicina, que presenciaba las maniobras, la había examinado en el pico máximo de tensión: la catequista registraba los valores vitales normales. En medio de la ira sin límite y los puñetazos tenía sólo 72 pulsaciones, como si estuviera tomando una apacible siesta.

El crecimiento del ocultismo y la magia negra, la proliferación de sectas satánicas y las cofradías secretas, la multiplicación de hechiceros, curanderos y adivinadores, y la progresiva experimentación del espiritismo han sido el principal caldo de cultivo de los pacientes que el padre Mancuso ha venido atendiendo. La mayoría proviene de la provincia de Buenos Aires y de la Capital.
EL EXORCISMO DE GONZALO
El caso más resonante del exorcista de la calle 6 vino de Santiago del Estero. En 1985 un joven de veinte años llamado Gonzalo entró en una secta y firmó un pacto diabólico. Se les prometía, a quienes pactaban, placeres y dichas a cambio de ofrendas cada vez más exigentes.
A Gonzalo le pidieron, en una escalada final, la vida de un ser querido: que asesinara a un sobrino de ocho años. El joven no pudo cumplir con ese sacrificio y comenzó a tener comportamientos perversos, a manifestar que cargaba con una venganza infernal y que llevaba en su interior un espíritu demoníaco.
Lo revisaron siquiatras y médicos, y lo trajeron a La Plata en ambulancia: allí vivía su madre, que lo hizo ver en institutos de alta tecnología médica. Gonzalo cometía locuras en períodos irregulares y de manera intermitente. Lo ingresaron finalmente en un manicomio y, después de unos días de observación, un psiquiatra encaró a la familia:
“Llévenlo a un sacerdote especializado para que lo curen de la parte espiritual”.
Un jueves de ceniza un párroco de la zona, atribulado por el caso, recurrió a los exorcistas. Mancuso examinó detenidamente el asunto y decidió que harían la ceremonia. El y sus auxiliares ayunaron durante unos días y estuvieron en oración permanente. Luego se reunieron con parientes de Gonzalo y con un médico catedrático de la Universidad de La Plata, que quería presenciar el exorcismo, y partieron hacia la zona de Lisandro Olmos.
Gonzalo estaba viviendo solo en una casa humilde. Los vecinos decían haberlo visto masticar vidrios, tragar cuentas de rosario y destruir crucifijos. Había intentado pegarle a su madre, había tratado de estrangular a un hombre, había roto ventanas y dormía en el piso como un animal. Tenía, sin embargo, lapsos de lucidez y por lo tanto de congoja.
Mancuso entró en la casa y alzó su crucifijo, rodeado de su grupo de ayudantes, y Gonzalo se acercó en cuatro patas gruñendo como un cerdo y se detuvo, echó a correr en sentido contrario y se lanzó afuera por una ventana. Corrió a campo traviesa sin que pudieran alcanzarlo. Y tuvieron que volver a la parroquia con las manos vacías. Pero, después de almorzar, les avisaron a los sacerdotes que lo habían finalmente apresado y que lo llevaban maniatado en una camioneta hasta la Iglesia de San Cayetano.
El exorcismo se realizó en esa misma iglesia, con el apoyo de una veintena de personas, que lograban sujetar a Gonzalo a duras penas. El joven tenía una fuerza inverosímil y cuando Mancuso intentó ungirle la frente se sacudió con violencia. Lo dieron vuelta y lo pusieron boca abajo para que no pudiera lastimar a nadie ni zafarse, y los curas comenzaron el ritual en latín y no lo acabaron hasta que Gonzalo se aplacó y pudieron sentarlo en una silla. Allí terminaron los alaridos y extraños balbuceos.
Estaba ahora calmado y abatido, y narró el acuerdo diabólico que había firmado y por qué se había producido la posesión. Y luego, en señal de arrepentimiento, pidió que lo llevaran en andas hasta el sagrario y allí besó los pies de Jesucristo: todo había terminado.
“Gonzalo murió veinte años después, hace poco – dice Mancuso-. Muerte súbita. Le falló el corazón.”
Supongamos que un tipo cree estar endemoniado pero no lo está y ustedes le realizan un exorcismo.
“No siempre podemos estar seguros de que no simulan la posesión -confiesa encogiéndose de hombros-. Pero si la persona se va de acá mejor, hemos hecho un bien, ¿no cree?”
“Al infierno van aquellos que dicen que no existe el infierno”.
Fuentes: La Nación, Signos de estos Tiempos

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