Javier Navascués, el 27.05.19
De lo que hagamos en esta vida va a depender toda la eternidad. Eterna felicidad o eterno sufrimiento y desesperación. No hay más. Meditemos en el infierno, cuya existencia es dogma de fe para evitar por todos los medios condenarnos eternamente. Ahora es tiempo de merecer, de vivir santamente y de ganarnos el cielo con la ayuda de Dios y los medios de santificación que pone a nuestro alcance.
Hay que esforzarse por ser santo. No es descabellado pedir con humildad la gracia de no pasar por el purgatorio, cuyas penas son terribles o reducir lo máximo posible nuestra estancia allí, purgando nuestros pecados con oraciones, penitencias e indulgencias en esta vida. Aún así la diferencia con el infierno es abismal: las penas del purgatorio son finitas, las del infierno eternas.
El Doctor Eudaldo Forment, Catedrático de Metafísica, desde sus amplios conocimientos teológicos tomistas profundiza en la terrible realidad del infierno. Espero que sus explicaciones les sean de provecho y les sirvan para vivir con coherencia: ANTES MORIR QUE PECAR.
Se medita en los Ejercicios Espirituales Ignacianos que hay niños en el infierno por un sólo pecado mortal. Nosotros merecíamos el infierno por nuestros pecados, pero hemos tenido más oportunidades. No tentemos más a la Providencia de Dios. No es cosa de broma. Con la eternidad no se juega.
¿Qué nos enseña la Iglesia sobre el infierno? (eternidad de las penas, número y grado de las mismas)?
Le contestaré con mucho gusto con este párrafo del Catecismo de la Iglesia Católica: «La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, “el fuego eterno". La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira» (n. 1035).
En otro párrafo se había indicado que: «Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección» (n. 1033).
Debe tenerse en cuenta que el infierno, como enseñaba Santo Tomás, es el estado de los condenados y el lugar en que se encuentran. También que la Iglesia ha afirmado siempre que es dogma de fe, tanto su existencia, como la eternidad de todas penas y la desigualdad de ellas en proporción de las culpas por los pecados cometidos sin arrepentimiento y con obstinación en los mismos. Se comprende, porque son muchos los textos del Antiguo Testamento que lo afirman, e igualmente, en el Nuevo, también lo hacen, el Precursor y muchísimas veces el propio Cristo. También hablan del infierno San Pablo, San Pedro, San Judas, Santiago y el Apocalipsis.
¿En qué aspectos esenciales de la realidad del infierno profundiza Santo Tomás de Aquino en la Summa?
Para comprender la profunda explicación tomista debe advertirse que la eternidad de las penas de los condenados es un misterio revelado. No se puede, por tanto, demostrar racionalmente, pero es posible dar razones de su conveniencia. Santo Tomás da dos razones:
La primera es que el pecado mortal aleja de Dios, último fin y bien supremo del hombre, que hace perder así la gracia divina, que es lo que lleva a la vida eterna. El pecado mortal sin arrepentimiento es «un desorden, que, en sí mismo, es irreparable». Si el hombre permanece en pecado mortal y resiste hasta el último momento a la gracia y muere así impenitente con un desorden que no ha tenido fin, merece, por ello, una pena que tampoco lo tenga, es decir, una pena eterna. (S. Th., I-II, q. 87, a. 3, in c.).
La segunda razón que da el Aquinate está basada en la gravedad «cuantitativamente infinita» o inconmensurable del pecado (Ibíd., a. 4). Afirma que: «Es justo que quien en su propia eternidad pecó contra Dios, en la eternidad de Dios sea castigado». Explica que: «decimos que peca en su propia eternidad, no sólo por la continuidad del acto, que perdura en toda su vida, sino porque, habiendo puesto su fin en el pecado, tiene la voluntad de pecar siempre». De ahí que «los inicuos quisieran vivir siempre para permanecer siempre en su iniquidad» (Ibíd., a. 3, ad 1).
¿Hasta que punto es grave por tanto la condenación eterna y su irrevocabilidad?
Se advierte claramente su gravedad en la sentencia que pronunciará Cristo Salvador y Juez nuestro a los malos castigados: «Apartaos de Mí, malditos. Id al fuego eterno, que fue destinado para el diablo y sus ángeles» (Mat 25, 41)
Con la expresión «apartaos de Mí», se significa que se castiga con lo que se llama «pena de daño», que es la mayor pena que se pueda recibir. En primer lugar, porque es estar arrojado de la vista de Dios a la mayor distancia. En segundo lugar, porque no se tiene el consuelo de la esperanza que pueda redimirse ni finalizar nunca. Por último, en tercer lugar, porque se carecerá eternamente de la luz y el calor de la vida divina.
Con la de «malditos», se entiende que les perseguirá la justicia divina con toda clase de maldiciones. Aumenta con ello su pesar y desconsuelo, porque al ser apartados de la presencia de Dios no se les ha considerado dignos de alguna cosa buena por la que merecieran una bendición. No pueden así esperar nada que alivie su aflicción y desgracia.
El otro castigo que sigue está significado con el mandato «id al fuego eterno». A este otro tipo de castigo se denominan «pena de sentido», porque se sufre con los sentidos. Entre todos los tormentos está el del fuego. A estos sumos dolores sentidos se suma además el mal de saber que durará eternamente.
Por último, de las palabras finales «que fue destinado para el diablo y sus ángeles» se infiere que el castigo eterno de los condenados incluirá toda clase de penas. La razón es porque tendrán que soportar a los demonios, una malísima compañía. No tendrán ni el consuelo que podían tener en su vida terrenal del alivio de alguna persona, que sufriera también la misma desventura y que fuera afable y caritativo con él.
¿Por qué el hombre actual no medita sobre ello ni vive consecuentemente?
En nuestra época se habla poco de las penas eternas del infierno, al igual que de los otros novísimos o en lo que habrá de terminar nuestra vida terrena, desde el primero, la muerte hasta el último, el juicio final. Quizá por temor a intranquilizar o a asustar, o para no dar una imagen desagradable de la justicia divina. Además corren en los mismos católicos objeciones superficiales e incoherentes, que, a pesar de ello, se alejan de la enseñanza de siempre de la Iglesia. Sin embargo, vistos con los ojos de fe la consideración de las postrimerías es de gran utilidad para refrenar nuestras pasiones rebeldes a la razón y a la ley de Dios y así apartarnos del pecado. En la misma Escritura se dice: «En todas tus acciones acuérdate de los novísimos o postrimerías y no pecarás jamás» (Eclo 7, 40)». En definitiva, el negar estas verdades es colaborar con los que quieren descristianizar a la persona, a la familia y a la sociedad
Algún ejemplo práctico para poder comprender lo que es la eternidad del suplicio y evitar caer en él…
Si me permite pondré un ejemplo que daba el tomista Garrigou-Lagrange, profesor en Roma de Karol Wojtyla, el futuro papa Juan Pablo II, en los años de 1946 a 1948 y director de su tesis doctoral. Explicaba que a los privados de la visión divina, ello les proporciona tanta pena, que si fuera posible soportarían todos los dolores físicos con tal de no verse privados del gozo de Dios. Se lee en Santa Catalina de Sena que además se ven afectados del remordimiento de su conciencia, no por haber ofendido a Dios, sino por aquello a lo que les han llevado sus fatales decisiones. También de la vista del demonio, y del cuarto tormento del fuego, «fuego que abrasa y no consume. Y tanto es el odio que les devora que no pueden querer ni desear ningún bien». (Diálogo, c. 40). Finalmente el dominico francés ponía el siguiente ejemplo: es como un hombre que ha querido libremente arrojarse a un pozo negro y sin fondo en el que quedará aprisionado para siempre, aun sabiendo de antemano que jamás podrá salir de él.
Se evita caer en él o no caer en el pecado, con la gracia de Dios, que se nos da en los sacramentos. Con ella se evita la condena en el juicio de Dios, donde le tendremos que dar cuenta de nuestras malas obras, de nuestras palabras e incluso de nuestros pensamientos más profundos y escondidos. Ya desde ahora tendríamos que pedir siempre, como se hace en el antiguo himno de la misa de difuntos (Dies irae): «¡Dios mío, perdóname¡».
Javier Navascués Pérez
(http://www.infocatolica.com/blog/caballeropilar.php/1905270903-no-meditamos-lo-suficiente-en?fbclid=IwAR3d-UFPjblReWaA4wrx3kfAuHID1bUUQzgeMkoZLhdnJz0Am_2BGNd_emk)