"...En un
momento, me encontré en un lugar oscuro, profundo y pestilente; escuché voces de
toros, rebuznos de burros, rugidos de leones, silbidos de serpientes,
confusiones de voces espantosas y truenos grandes que me dieron terror y me
asustaron. También vi relámpagos de fuego y humo denso. ¡Despacio! que todavía
esto no es nada.
Me pareció ver una gran montaña como formada toda por
una enrome cantidad de víboras, serpientes y basiliscos entrelazados en cantidades infinitas;
no se distinguía uno de las otras. La montaña viva era un clamor de maldiciones horribles. Se escuchaba por debajo de ellos maldiciones
y voces espantosas. Me volví a mis Ángeles y les pregunté qué eran aquellas
voces; y me dijeron que eran voces de las almas que serían atormentadas por
mucho tiempo, y que dicho lugar era el más frío. En efecto, se abrió enseguida
aquel gran monte, ¡y me pareció verlo todo lleno de almas y demonios! ¡En gran
número! Estaban aquellas almas pegadas como si fueran una sola cosa y los
demonios las tenían bien atadas a ellos con cadenas de fuego, que almas y
demonios son una cosa misma, y cada alma tiene encima tantos demonios que apenas
se distinguía. El modo en que las vi no puedo describirlo; sólo lo he descrito
así para hacerme entender, pero no es nada comparado con lo que es.
Fui
transportada a otro monte, donde estaban toros y caballos desenfrenados los
cuales parecía que se estuvieran mordiendo como perros enojados. A estos
animales les salía fuego de los ojos, de la boca y de la nariz; sus dientes
parecían agudísimas espadas afiladas que después reducían a pedazos todo aquello
que les entraba por la boca; incluso aquellos que mordían y devoraban las almas.
¡Qué alaridos y qué terror se sentía! No se detenían nunca, fue cuando entendí
que permanecían siempre así. Vi después otros montes más despiadados; pero es
imposible describirlos, la mente humana no podría nunca comprender.
En medio de este lugar, vi un trono altísimo, larguísimo,
horrible ¡y compuesto por demonios! Más espantoso que el infierno, ¡y en medio
de ellos había una silla formada por demonios, los jefes y el principal! Ahí es
donde se sienta Lucifer, espantoso, horroroso. ¡Oh Dios! ¡Qué figura tan
horrenda! Sobrepasa la fealdad de todos los otros demonios; parecía que tuviera
una capa formada de cien capas, y que ésta se encontrara llena de picos bien
largos, en la cima de cada una tenía un ojo, grande como el lomo de un buey, y
mandaba saetas ardientes que quemaban todo el infierno. Y con todo que es un
lugar tan grande y con tantos millones y millones de almas y de demonios, todos
ven esta mirada, todos padecen tormentos sobre tormentos del mismo Lucifer. Él
los ve a todos y todos lo ven a él.
Aquí, mis Ángeles me hicieron
entender que, como en el Paraíso, la vista de Dios, cara a cara, vuelve
bienaventurados y contentos a todos alrededor, así en el infierno, la fea cara
de Lucifer, de este monstruo infernal, es tormento para todas las almas. Ven
todas, cara a cara el Enemigo de Dios; y habiendo para siempre perdido Dios, y
no tenerlo nunca, nunca más podrán gozarlo en forma plena. Lucifer lo tiene en
sí, y de él se desprende de modo que todos los condenados participan de ello. Él
blasfema y todos blasfeman; él maldice y todos maldicen; él atormenta y todos
atormentan.
- ¿Y por cuánto será esto?, pregunté a mis
Ángeles.
Ellos me respondieron:
- Para siempre, por toda la
eternidad.
¡Oh Dios! No puedo decir nada de aquello que he visto y
entendido; con palabras no se dice nada. Aquí, enseguida, me hicieron ver el
cojín donde estaba sentado Lucifer, donde eso está apoyado en el trono. Era el
alma de Judas. Y bajo sus pies había otro cojín bien grande, todo desgarrado y
marcado. Me hicieron entender que estas almas eran almas de religiosos;
abriéndose el trono, me pareció ver entre aquellos demonios que estaban debajo
de la silla una gran cantidad de almas. Y entonces pregunte a mis
Ángeles:
- ¿Y estos quiénes son?
Y ellos me dijeron que eran
Prelados, Jefes de Iglesia y de Superiores de Religión.
¡Oh Dios!!!! Cada
alma sufre en un momento todo aquello que sufren las almas de los otros
condenados; me pareció comprender que ¡mi visita fue un tormento para todos los
demonios y todas las almas del infierno!
Venían conmigo mis Ángeles, pero
de incógnito estaba conmigo mi querida Mamá, María Santísima, porque sin Ella me
hubiera muerto del susto. No digo más, no puedo decir nada. Todo aquello que he
dicho es nada, todo aquello que he escuchado decir a los predicadores es nada.
El infierno no se entiende, ni tampoco se podrá aprender la acerbidad de sus
penas y sus tormentos. Esta visión me ha ayudado mucho, me hizo decidir de
verdad a despegarme de todo y a hacer mis obras con más perfección, sin ser
descuidada. En el infierno hay lugar para todos, y estará el mío si no cambio
vida.
¡Sea todo a gloria de Dios, según la voluntad de Dios, por Dios y
con Dios!"
La
visión del infierno de Santa Veronica Giuliani (clarisa, 1660-1727)
“Me
parecía que el Señor me hacía ver un lugar oscurísimo, el cual sin embargo
ardía como si fuera una inmensa hoguera. Eran llamas y fuego, pero no se veía
ninguna luz; yo sentía gritos y golpes, pero no se veía nada; salían un hedor y
un humo horrendo, pero no hay, en esta vida, cosa alguna con la cual poder
compararla. En ese momento, Dios me dio hizo saber lo que es la ingratitud de
las creaturas y cuánto le desagrada ese pecado. Y se me mostró todo flagelado,
coronado de espinas, con una cruz pesadísima sobre la espalda. Me dijo así: “Mira
y observa bien este lugar que no jamás tendrá fin. En él está, para tormento,
mi justicia y mi riguroso desprecio”. Mientras el Señor decía esto, me pareció
sentir un gran ruido. Aparecieron muchísimos demonios: todos, con cadenas,
llevaban atadas a bestias de diversas especies [como cuando alguien lleva con
la correa a diversos perros. N. del T.]. Estas bestias, en un instante, se
convirtieron en creaturas (hombres), pero tan espantosas y horribles, que me
provocaban más terror que los mismos demonios. Yo estaba temblando con todo mi
cuerpo, y me quería acercar adonde estaba el Señor, pero por más que había poco
espacio, no podía acercarme. El Señor manaba abundante Sangre. ¡Oh Dios! Yo
querría haber recogido la Sangre, y tomar la Cruz. En un instante, aquellas
creaturas se convirtieron, nuevamente, en figura de bestias, y luego fueron
todas precipitados en aquel lugar oscurísimo, y maldecían a Dios y a los
santos. Aquí, me pareció que el Señor me hacía entender que aquel lugar era el
infierno y que aquellas eran almas muertas y, por el pecado, se habían
convertido en bestias y que, entre ellas, había también religiosos (…). Me
parecía ser transportada a un lugar desierto, oscuro y solitario, donde no se
sentían más que gritos, alaridos, silbidos de serpientes, ruidos de cadenas, de
ruedas, de hierros, golpes tan fuertes que, a cada golpe, parecía que se hundía
todo el mundo. Yo no podía moverme de ninguna manera, ni ir a ningún lugar; no
podía hablar, no podía llamar al Señor. Me parecía que fuese lugar de castigo y
de desprecio de Dios hacia mí, por tantas ofensas hechas a Su Divina Majestad. Y
yo tenía delante de mí todos mis pecados (…). Yo sentía un incendio de fuego,
pero no veía las llamas; también sentía ruidos, pero no veía a nadie. En un
momento, sentí como una llama de fuego que se me acercaba y me golpeaba, pero
no veía nada. ¡Oh, qué pena! ¡Qué tormento! No puedo describirlo, y el solo
recordarlo, me hace temblar. Al fin, entre tantas tinieblas, me pareció ver una
pequeña luz que venía por el aire. Poco a poco, se agrandó, y me parecía que me
aliviaba de tales penas, pero no veía otra cosa.
En
un abrir y cerrar de ojos, me encontré en una región baja, negra y fétida,
llena de mugidos de toros, de rugidos de leones, de silbidos de serpientes (…).
Una gran montaña se alzaba delante de mí y estaba toda cubierta de serpientes y
basiliscos atados juntos (…). La montaña viva era un clamor de maldiciones
horribles. Ella era el infierno superior, es decir, el infierno benigno. En efecto,
la montaña se abrió y en sus flancos abiertos vi una multitud de almas y
demonios entrelazados con cadenas de fuego. Los demonios, extremadamente
furiosos, golpeaban a las almas, las cuales gritaban desesperadas. A esta
montaña le seguían otras montañas más horribles, cuyas vísceras eran teatro de
suplicios atroces e indescriptibles. En el fondo del abismo vi un trono
monstruoso, hecho de demonios aterrorizantes. En el centro había una silla
formada con jefes del abismo. Satanás se sentaba arriba en su indescriptible
horror y desde allí observaba a todos los condenados. Los ángeles me explicaron
que la visión de Satanás constituye el tormento del infierno, así como la
visión de Dios constituye la delicia del Paraíso. Entre tanto, noté que el mudo
almohadón de la silla eran Judas Iscariote y otras almas desesperadas como él. Les
pregunté a los Ángeles quiénes eran aquellas almas y tuve esta terrible
respuesta: “Fueron dignatarios de la Iglesia y prelados religiosos”.
“Lucifer
tiene en torno a sí a las almas más agraciadas por el cielo, que nada hicieron
por Dios, por su gloria; y tiene bajo sus pies, a modo de almohadón, y las
golpea continuamente, a las almas que faltaron a sus votos (…) ¡Oh justicia de
Dios, cuán potente eres!”.
(extraído del sitio: papalepapale.com; traducción propia)
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