Jesús, Justo Juez,
Terrible y Supremo,
en el Día del Juicio Final,
el Día de la Ira de Dios.
A su lado, su Madre,
María Santísima.
NOVÍSIMOS: MUERTE - JUICIO - INFIERNO - CIELO
"Meditare Novissima tua et in aeternum non peccabis" (Ecli 7, 40)
MUERTE:
Retrato de un hombre que acaba de morir
Polvo eres y en polvo te convertirás
Gn. 3, 19
Considera que tierra eres y en tierra te has de convertir. Día llegará en que será necesario morir y pudrirse en una fosa, donde estarás cubierto de gusanos (Sal. 14, 11). A todos, nobles o plebeyos, príncipes o vasallos, ha de tocar la misma suerte. Apenas, con el último suspiro, salga el alma del cuerpo, pasará a la eternidad, y el cuerpo, luego, se reducirá a polvo (Sal. 103, 29).
Imagínate en presencia de una persona que acaba de expirar. Mira aquél cadáver, tendido aún en su lecho mortuorio; la cabeza inclinada sobre el pecho; esparcido el cabello, todavía bañado con el sudor de la muerte; hundidos los ojos; desencajadas las mejillas; el rostro de color de ceniza; los labios y la lengua de color de plomo; yerto y pesado el cuerpo... ¡Tiembla y palidece quien lo ve!... ¡Cuántos, sólo por haber contemplado a un pariente o amigo muerto, han mudado de vida y abandonado el mundo!
Pero todavía inspira el cadáver horror más intenso cuando comienza a descomponerse... Ni un día ha pasado desde que murió aquel joven, y ya se percibe un hedor insoportable. Hay que abrir las ventanas, y quemar perfumes, y procurar que pronto lleven al difunto a la iglesia o al cementerio, y que le entierren en seguida, para que no inficione toda la casa... Y el que haya sido aquel cuerpo de un noble o un potentado no servirá, acaso, sino para que despida más insufrible fetidez, dice un autor.
¡Ved en lo que ha venido a parar aquel hombre soberbio, aquel deshonesto!... Poco ha, veíase acogido y agasajado en el trato de la sociedad; ahora es horror y espanto de quien le mira. Apresúranse los parientes a arrojarle de la casa, y pagan portadores para que, encerrado en su ataúd, se lo lleven y den sepultura... Pregonaba la fama no ha mucho el talento, la finura, la cortesía y gracia de ese hombre; mas a poco de haber muerto, ni aun su recuerdo se conserva (Sal. 9, 7).
Al oír la nueva de su muerte, limítanse unos a decir que era un hombre honrado; otros, que ha dejado a su familia con grandes riquezas. Contrístanse algunos, porque la vida del que murió les era provechosa; alégranse otros, porque esa muerte puede serles útil.
Por fin, al poco tiempo, nadie habla ya de él, y hasta sus deudos más allegados no quieren que de él se les hable, por no renovar el dolor. En las visitas de duelo se trata de otras cosas; y si alguien se atreve a mencionar al muerto, no falta un pariente que diga: “¡Por caridad, no me lo nombréis más!”
Considera que lo que has hecho en la muerte de tus deudos y amigos así se hará en la tuya. Entran los vivos en la escena del mundo a representar su papel y a recoger la hacienda y ocupar el puesto de los que mueren; pero el aprecio y memoria de éstos poco o nada duran. Aflígense al principio los parientes algunos días, mas en breve se consuelan por la herencia que hayan obtenido, y muy luego parece como que su muerte los regocija. En aquella misma casa donde hayas exhalado el último suspiro, y donde Jesucristo te habrá juzgado, pronto se celebrarán, como antes, banquetes y bailes, fiestas y juegos... Y tu alma, ¿dónde estará entonces?
(“Preparación para la muerte” – San Alfonso María de Ligorio)
JUICIO:
Del juicio particular
Porque es necesario que todos
nosotros seamos manifestados
ante el tribunal de Cristo.
2 Cor. 5, 10.
Consideremos la presentación del reo, acusación, examen y sentencia de este juicio. Primeramente, en cuanto a la presentación del alma ante el Juez, dicen comúnmente los teólogos que el juicio particular se verifica en el mismo instante en que el hombre expira, y que en el propio lugar donde el alma se separa del cuerpo es juzgada por nuestro Señor Jesucristo, el cual no delegará su poder, sino que por Sí mismo vendrá a juzgar esta causa. “A la hora que no penséis vendrá el Hijo del Hombre” (Lc. 12, 40). “Vendrá con amor para los buenos –dice San Agustín–, y con terror para los malos”.
¡Oh, qué espantoso temor sentirá el que, al ver por vez primera al Redentor, vea también la indignación divina! “¿Quién podrá subsistir ante la faz de su indignación?” (Nah. 1, 6).
Meditando en esto, el P. Luis de la Puente temblaba de tal modo que la celda en que estaba se estremecía. El V. P. Juvenal Ancina se convirtió oyendo cantar el Dies irae, porque al considerar el terror que tendrá el alma cuando vaya al juicio, resolvió apartarse del mundo; y así, en efecto, le abandonó.
El enojo del Juez, anuncio será de eterna desventura (Pr. 16, 14); y hará padecer más a las almas que las mismas penas del infierno, dice San Bernardo.
Causa a veces el miedo sudor glacial en los criminales presentados ante los jueces de la tierra. Pisón, con traje de reo, comparece ante el Senado, y es tal su confusión y vergüenza, que allí mismo se da muerte. ¡Qué aflicción profunda siente un hijo o un buen vasallo cuando ve al padre o a su señor gravemente enojado!...
¡Pues mucha mayor pena sentirá el alma cuando vea indignado a Jesucristo, a quien despreció! (Jn. 19, 37). Airado e implacable, se le presentará entonces este Cordero divino, que fue en el mundo tan paciente y amoroso, y el alma, sin esperanza, clamará a los montes que caigan sobre ella y la oculten del enojo de Dios (Ap. 6, 16).
Hablando del juicio, dice San Lucas (21, 27): Entonces verán el Hijo del Hombre. Ver a su Juez en forma humana acrecentará el dolor de los pecadores; porque la presencia de aquel Hombre que murió por salvarlos les recordará vivamente la ingratitud con que le ofendieron.
Después de la gloriosa Ascensión del Señor, los ángeles dijeron a sus discípulos (Hch. 1, 11): “Este Jesús, que ante vuestra vista ha subido a la gloria, así vendrá como le habéis visto ir al Cielo”. Vendrá, pues, el salvador a juzgarnos ostentando aquellas mismas sagradas llagas que tenía cuando dejó la tierra. “Grande gozo para los que le contemplen, temor grande para los que esperan”, dice Ruperto. Esas benditas llagas consolarán a los justos e infundirán espanto a los pecadores.
Cuando José dijo a sus hermanos (Gn. 45, 3): Yo soy José, a quien vendisteis, quedaron ellos –dice la Escritura– mudos e inmóviles de terror. ¿Qué responderá el pecador a Jesucristo? ¿Podrá acaso pedirle misericordia cuando antes le habrá dado cuenta de lo mucho que despreció esa misma clemencia? ¿Qué hará, pues –dice San Agustín–, adónde huirá cuando vea al Juez enojado, debajo el infierno abierto, a un lado los pecados acusadores, al otro al demonio dispuesto a ejecutar la sentencia, y dentro de sí mismo la conciencia que remuerde y castiga?
(“Preparación para la muerte” – San Alfonso María de Ligorio)
INFIERNO:
De las penas del infierno
E irán éstos al suplicio eterno.
Mt. 25, 46
Dos males comete el pecador cuando peca: deja a Dios, Sumo Bien, y se entrega a las criaturas. Porque dos males hizo mi pueblo: me dejaron a Mí, que soy fuente de agua viva, y cavaron para sí aljibes rotos, que no pueden contener las aguas (Jer. 2, 13). Y porque el pecador se dio a las criaturas, con ofensa de Dios, justamente será luego atormentado en el infierno por esas mismas criaturas, el fuego y los demonios; ésta es la pena de sentido. Mas como su culpa mayor, en la cual consiste la maldad del pecado, es el apartarse de Dios, la pena más grande que hay en el infierno es la pena de daño, el carecer de la vista de Dios y haberle perdido para siempre.
Consideremos primeramente la pena de sentido. Es de fe que hay infierno. En el centro de la tierra se halla esa cárcel, destinada al castigo de los rebeldes contra Dios.
¿Qué es, pues, el infierno? El lugar de tormentos (Lucas 16, 28), como le llamó el rico Epulón, lugar de tormentos, donde todos los sentidos y potencias del condenado han de tener su propio castigo, y donde aquel sentido que más hubiere servido de medio para ofender a Dios será más gravemente atormentado (Sb. 11, 17; Ap. 18, 7). La vista padecerá el tormento de las tinieblas (Jb. 10, 21).
Digno de profunda compasión sería el hombre infeliz que pasara cuarenta o cincuenta años de su vida encerrado en tenebroso y estrecho calabozo. Pues el infierno es cárcel por completo cerrada y oscura, donde no penetrará nunca ni un rayo de sol ni de luz alguna (Salmo 48, 20).
El fuego que en la tierra alumbra no será luminoso en el infierno. “Voz del Señor, que corta llama de fuego” (Sal. 28, 7). Es decir, como lo explica San Basilio, que el Señor separará del fuego la luz, de modo que esas maravillosas llamas abrasarán sin alumbrar. O como más brevemente dice San Alberto Magno: “Apartará del calor el resplandor”. Y el humo que despedirá esa hoguera formará la espesa nube tenebrosa que, como nos dice San Judas (1, 3), cegará los ojos de los réprobos. No habrá allí más claridad que la precisa para acrecentar los tormentos. Un pálido fulgor que deje ver la fealdad de los condenados y de los demonios y del horrendo aspecto que éstos tomarán para causar mayor espanto.
El olfato padecerá su propio tormento. Sería insoportable que estuviésemos encerrados en estrecha habitación con un cadáver fétido. Pues el condenado ha de estar siempre entre millones de réprobos, vivos para la pena, cadáveres hediondos por la pestilencia que arrojarán de sí (Is. 34, 3).
Dice San Buenaventura que si el cuerpo de un condenado saliera del infierno, bastaría él solo para que por su hedor muriesen todos los hombres del mundo... Y aún dice algún insensato: “Si voy al infierno, no iré solo...” ¡Infeliz!, cuantos más réprobos haya allí, mayores serán tus padecimientos.
“Allí –dice Santo Tomás– la compañía de otros desdichados no alivia, antes acrecienta la común desventura”. Mucho más penarán, sin duda, por la fetidez asquerosa, por los lamentos de aquella desesperada muchedumbre y por la estrechez en que se hallarán amontonados y oprimidos, como ovejas en tiempo de invierno (Sal. 48, 15), como uvas prensadas en el lagar de la ira de Dios (Ap. 19, 15).
Padecerán asimismo el tormento de la inmovilidad (Ex. 15, 16). Tal como caiga el condenado en el infierno, así ha de permanecer inmóvil, sin que le sea dado cambiar de sitio ni mover mano ni pie mientras Dios sea Dios.
Será atormentado el oído con los continuos lamentos y voces de aquellos pobres desesperados, y por el horroroso estruendo que los demonios moverán (Jb. 15, 21). Huye a menudo de nosotros el sueño cuando oímos cerca gemidos de enfermos, llanto de niños o ladrido de algún perro... ¡Infelices réprobos, que han de oír forzosamente por toda la eternidad los gritos pavorosos de todos los condenados!...
La gula será castigada con el hambre devoradora... (Sal. 58, 15). Mas no habrá allí ni un pedazo de pan. Padecerá el condenado abrasadora sed, que no se apagaría con toda el agua del mar, pero no se le dará ni una sola gota. Una gota de agua nomás pedía el rico avariento, y no la obtuvo ni la obtendrá jamás.
(“Preparación para la muerte” – San Alfonso María de Ligorio)
CIELO:
De la gloria
Vuestra tristeza se convertirá en alegría
Jn. 16, 20.
Procuremos ahora sufrir con paciencia las tribulaciones de esta vida, ofreciéndolas a Dios, en unión de los dolores que Jesucristo sufrió por nuestro amor, y alentémonos con la esperanza de la gloria. Algún día acabarán estos trabajos, penas, angustias, persecuciones y temores, y si nos salvamos, se nos convertirá en gozo y alegría inefable en el reino de los bienaventurados.
Así nos alienta y reanima el Señor (Jn. 16, 20): “Vuestra tristeza se convertirá en alegría”. Meditemos, pues, sobre la felicidad de la gloria... Mas, ¿qué diremos de esta felicidad, si ni aun los Santos más inspirados han acertado a expresar las delicias que Dios reserva a los que le aman?... David sólo supo decir (Sal. 83, 3) que la gloria es el bien infinitamente deseable...
¡Y tú, san Pablo, insigne, que tuviste la dicha de ser arrebatado a los Cielos, dinos algo siquiera de lo que viste allí!... “No –responde el gran Apóstol (2 Co. 12, 4)–; lo que vi no es posible explicarlo. Tan altas son las delicias de la gloria, que no puede comprenderlas quien no las disfrute. Sólo diré que nadie en la tierra ha visto, ni oído, ni comprendido las bellezas y armonías y placeres que Dios tiene preparados para los que le aman” (1 Co. 2, 9).
No podemos acá imaginar los bienes del Cielo, porque sólo formamos idea de los que este mundo nos ofrece... Si, por maravilla, un ser irracional pudiese discurrir, y supiese que un rico señor iba a celebrar espléndido banquete, imaginaría que los manjares dispuestos habían de ser exquisitos y selectos, pero semejantes a los que él usara, porque no podría concebir nada mejor como alimento.
Así discurrimos nosotros, pensando en los bienes de la gloria... ¡Qué hermoso es contemplar en noche serena de estío la magnificencia del cielo cubierto de estrellas! ¡Cuán grato admirar las apacibles aguas de un lago transparente, en cuyo fondo se descubren peces que nadan y peñas vestidas de musgo! ¡Cuánta hermosura la de un jardín lleno de flores y frutos, circundado de fuentes y arroyuelos y poblado de lindos pajarillos que cruzan el aire y le alegran con su canto armonioso!... Diríase que tantas bellezas son el paraíso...
Mas no: muy otros son los bienes y hermosuras de la gloria. Para entender confusamente algo de ello, considérese que allí está Dios omnipotente, colmando, embriagando de gozo inenarrable a las almas que Él ama...
¿Queréis columbrar lo que es el Cielo? –decía San Bernardo–, pues sabed que allí no hay nada que nos desagrade, y existe todo bien que deleita.
¡Oh Dios! ¿Qué dirá el alma cuando llegue a aquel felicísimo reino?... Imaginemos que un joven o una virgen, consagrados toda su vida al amor y servicio de Cristo, acaban de morir y dejan ya este valle de lágrimas. Preséntase el alma al juicio; abrázala el Juez, y le asegura que está santificada. El ángel custodio le acompaña y felicita y ella le muestra su gratitud por la asistencia que le debe. “Ven, pues, alma hermosa –le dice el ángel–; regocíjate porque te has salvado; ven a contemplar a tu Señor”.
Y el alma se eleva, traspone las nubes, pasa más allá de las estrellas y entra en el Cielo... ¡Oh Dios mío!, ¿Qué sentirá el alma al penetrar por vez primera en aquel venturoso reino y ver aquella ciudad de Dios, dechado insuperable de hermosura?...
Los ángeles y Santos la reciben gozosos y le dan amorosísima bienvenida... Allí verá con indecible júbilo a sus Santos protectores y a los deudos y amigos que la precedieron en la vida eterna. Querrá el alma venerarlos rendida, mas ellos lo impedirán, recordándole que son también siervos del Señor (Ap. 22, 9).
La llevarán después a que bese los pies de la Virgen María, Reina de los Cielos, y el alma sentirá inmenso deliquio de amor y de ternura viendo a la excelsa y divina Madre, que tanto la auxilió para que se salvase, y que ahora le tenderá sus amantes brazos y que le dejará conocer cuantas gracias le obtuvo.
Acompañada por esta soberana Señora, llegará el alma ante nuestro Rey Jesucristo, que la recibirá como a esposa amadísima, y le dirá (Cant. 4, 8): Ven del Líbano, esposa mía; ven y serás coronada; alégrate y consuélate, que ya acabaron tus lágrimas, penas y temores; recibe la corona inmarcesible que te conseguí con mi Sangre...”.
Jesús mismo la presentará al Eterno Padre, que la bendecirá, diciendo (Mt. 25, 21): Entra en el gozo de tu Señor, y le comunicará bienaventuranzas sin fin, con felicidad semejante a la que Él disfruta.
(“Preparación para la muerte” – San Alfonso María de Ligorio)