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viernes, 9 de noviembre de 2012

El Infierno


 Por Jerónimo Trento, S.J. 
Más grave es, en el infierno, la pena de daño, que consiste en la privación de Dios, privación de la que es plenamente consciente el condenado, que la pena de sentido, a cuya explicación se limita el siguiente discurso. Pero no puede ser sino de gran provecho el meditar en esa pena, sobre todo en esta época nuestra, consagrada totalmente al goce de los sentidos. 

"Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, Que está aparejado para el diablo y sus ángeles" (Mt 25, 41).
 ¡Oh fatal, oh última espantosa sentencia! Sentencia que puede haceros tomar hoy las resoluciones convenientes, para apartaros de vuestros extravíos y corregiros de los pasados desórdenes. Con esta mira os lo propongo para que la meditéis, y desde luego os convido con San Bernardo a que descendáis con el pensamiento al infierno, pues el medio más eficaz y seguro de no caer en este lugar de todas las miserias, es su frecuente y seria consideración, la cual, haciéndoos bajar a él en vida, os alejará de él después de la muerte. Vos, Señor, mientras nosotros recorremos aquella profunda y tenebrosa prisión, apresuraos a iluminarnos con la luz de vuestra divina gracia. Llenadnos de un saludable espanto, y usad, ahora que podéis, de vuestra misericordia, para no hacernos experimentar después los efectos de vuestra airada justicia, pues os prometemos que todos de acuerdo cantaremos eternamente vuestras misericordias. Se dice con mucha frecuencia, amadísimos oyentes, que un alma se aparta y aleja de Dios para siempre; pero ¿quién llega nunca a comprender la fuerza de estas palabras? 

Yo hablo de un alma manchada con culpa grave al separarse del cuerpo. En este mismo momento rompe los vínculos de él, y con todo aquel ímpetu natural con que la piedra camina hacia su centro y el fuego hacia su esfera, se dirige ella con la mayor fuerza hacia Dios, que es su último fin. ¿Pero qué? 

Inmediatamente le sale al encuentro el mismo Dios, y apartándola encolerizado de Sí, le dice: atrás, alma maldita, atrás que tú no debes poner la vista en mi bienaventurado rostro, ni a ti se te debe llamar pueblo mío, ni yo quiero ya ser llamado tu Dios. Nosotros en este mundo tememos poco el perder a Dios y su divina gracia, principalmente por dos motivos: el primero es el poquísimo y casi ningún conocimiento que tenemos de Dios, y el segundo el tener aquí otros bienes, por lo menos aparentes, con los cuales podemos recrearnos, o cuando no, distraernos. He pecado, decimos algunas veces en nuestro interior, he perdido la gracia de Dios: paciencia, me confesaré; y entretanto en los paseos, en las conversaciones y en los pasatiempos con los amigos procuramos divertir y ocupar en otras cosas el pensamiento, y aquietar los remordimientos de conciencia. 

Y ¿qué será de un alma fuera del cuerpo y a la vista del Divino Rostro? Decidme: luego que haya partido de este mundo, ¿qué otro bien le queda, o de qué otro bien puede gozar más que de Dios? Decidme: ¿pueden servirle allá de nada las riquezas del mundo, si las ha acumulado; los especiosos títulos, si los ha tenido; las prerrogativas, las preeminencias y dignidades, si las ha adquirido? Bien sabéis que estas cosas sirven a lo más, o para que pasen su vida los herederos con mayor comodidad y placer, o para adornar el mármol de la tumba en que se deshace y corrompe el cadáver, sin poder pasar de aquí para consolarlo o favorecerlo.

Hoy, Señor, me arrojas de tu presencia, dirá el alma a Dios. En este momento me echáis de vuestra vista y desde este momento no gozaré de ningún bien. He perdido a Dios, exclamará, y con Dios he perdido a mi Creador, a mi redentor y a mi padre; he perdido a Dios y con Dios he perdido a María (¡ Oh amada Madre!), la vista de los ángeles, la conversación de los bienaventurados y el paraíso que era patria mía; he perdido a Dios, y con Dios he perdido todas las cosas, los méritos adquiridos, las virtudes infusas, el consuelo y la paz. He perdido a Dios, y con Dios he perdido hasta la esperanza de tener jamás ningún bien. Pero además de la privación de todos los bienes, tendrá que padecer el condenado toda especie de males. 

Al entrar el alma de un pecador impenitente en el espantoso abismo del infierno, todo dolor, como leemos en Job, tendrá permiso para acometerle y hacer en él su arbitrio un cruelísimo destrozo. Yo mismo, dice el Señor, reuniré todos los males posibles para oprimir a mis enemigos. Habrá fiebres, dolores, contracciones, convulsiones, fatigas, úlceras y dislocaciones de huesos, habrá cuantos tormentos sirvieron a los ministros de justicia, para castigar a los malhechores, y cuantos inventaron los tiranos, para ensangrentarse en los mártires, como cuchillas, horcas, espadas, garfios de hierro, plomo derretido, ruedas y otros innumerables. ¿Qué será de ti, cristiano, si como con tu malvada vida te vas acercando apresuradamente sin pensar en ello, arribas y llegas por fin a un lugar tan desventurado? ¿Qué será de ti en medio de todas las penas y de todos los males? 
¡Pobres de tus ojos¡ Ahora procuras alegrarlos con miradas inmodestas y con la vista de objetos peligrosos, y entonces serán afligidos con una perpetua noche, espantados con horribles fantasmas y atormentados con humo eterno. 
¡Pobres de tus oídos! Ahora los aplicas de muy buena gana para oír discursos obscenos y murmuraciones, y entonces serán ensordecidos siempre con estrépito de hierros, con terribles alaridos, con horrendos gritos, con maldiciones y blasfemias de los condenados. 
¡Pobre de tu lengua! Ahora con la gula y con el lenguaje disoluto la complaces y condesciendes a sus insensatos deseos, y entonces será siempre atormentada con una rabiosa hambre y para aplacar su sed, se le dará un hiel de dragones y veneno de áspides. Y ni aún el sentido del olfato, que es por otra parte menos culpado que los demás, dejará de padecer alguna pena, pues ha de ser molestado con el insoportable hedor que exhalarán los corrompidos y agusanados cuerpos de los condenados, encerrados en una cárcel que no tiene respiración. 
 Mas el peor tormento será el fuego, con el cual particular y distintamente amenaza Dios a los condenados. Por tanto ¿queréis saber qué fuego sea el fuego infernal? Es un fuego creado de propósito para atormentar aún los espíritus; un fuego enteramente inexplicable, según dice San Doroteo; así el fuego nuestro es en extremo diferente del infierno y comparado con éste no arde ni quema, y en suma no es fuego. Pues figuraos ahora un fuego tan terrible en el centro de la tierra y en un lugar cerrado ¿Qué nueva rabia no se excita en aquellas llamas, por no tener ninguna respiración?

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